martes, 25 de enero de 2011

La bilis


Algunas mañanas, hay un tío malencarado y protestón en la barra, dando cuenta de su tostada de aceite y su café. Es mayor, andará por los 60, recortadito, gordito, con la cabeza empotrada entre los hombros,  el pelo blanco a cepillo y gafas de pasta con cristales casi culo de vaso. Creo que es el dueño de algún taller de por aquí. Se desayuna de pie en la barra, frente al televisor que a esas horas suele tener la Sole sintonizado en las noticias. Entre bocado y bocado, suelta espumarajos por la boca a voz en grito, incluso con la boca llena, sobre todo cuando sale algún miembro del gobierno, buscando la complicidad de los que estamos a su alrededor intentando sacudirnos el sueño de encima. Nadie suele hacerle demasiado caso, y si te busca con la mirada la desvías y punto.
Hoy está especialmente desatado y va soltando toda la bilis que lleva acumulada del fin de semana.
- Tós una manada de chorizos jos de puta. Lavín, que vengan aquí que les vi a dar hasta en el carné...que cuando no se sabe gobernar se quéa uno en su casa...josdeputa...¡ladrones! ¡tos unos ladrones!
A los cuatro o cinco que estamos allí, nos empieza a tocar las narices grandemente con sus improperios, sus gritos, y sus desmanes. Uno de los muchachos de la desratización que está tratando de concentrarse en el Marca, le suelta, con un puntito de mala leche desde la otra punta de la barra:
- Baje la voz hombre, que nos va a dejar sordos.
- Mejor te fuera ser sordo, no te jode, así no oirías a ese hatajo de ladrones, que son unos ladrones, ¡coño!
Y dale que dale, el tío sigue como si tal cosa. En estas, su vomitona sube de volumen y casi parecen chillidos de rata iracunda lo que le sale de la boca. Alzamos todos la cabeza para ver quien lo ha puesto tan fuera de sí y allí está, sí, en pantalla, Felipe González. Aquello se convierte en un torrente imparable de insultos, mezclado con trozos de tostada y sorbos de café, mientras el aceite le chorrea por la barbilla. Es incomprensible lo que dice y da igual. Nadie habla. Alguna sonrisa de medio lado. Le provocan.
-¡Que te va a dar un infarto, hombre!

Y en vez de provocarle, le dan cuerda. Se lanza a una furibunda diatriba sembrada de espumarajos y escupitajos y coloreada por un rubor proporcional al esfuerzo que hace por hacerse oír. Nadie escucha al mostrenco, y entre nosotros nos miramos e intercambiamos sonrisas de medio lado. Se le pasa y se calla. El bar está en silencio. Entonces le suena el móvil.
No puede atenderlo: tiene el café en una garra y la otra llena de aceite. El móvil sigue sonando, bien fuerte. Dice una voz popular, desde el fondo sur:
- ¡Niño, cógelo, que es Felipe González!
Carcajadas en el bar y vergüenza a manos llenas.
Una dulce venganza.
¿Quién quiere tanta mala leche un lunes por la mañana temprano?

viernes, 14 de enero de 2011

Paseando a Miss Daisy


   
    











          Ya ha pasado un año entero, otro, y de momento permanecemos,  a pesar de las amenazas, en cierto momento, sobre un posible traslado a otro almacén. Un año da para mucho en un polígono: cierres, nuevas empresas, reparaciones, anécdotas, un sutil vuelco en las actividades tradicionales de un polígono, más cierres... Para quien quiera mirar con atención, pasando por encima de los dolores estéticos y con la disposición científica que se requiere, un polígono viene a ser como un reportaje de bichitos del National Geographic. Aparentemente no pasa nada, pero si nos fijamos un poco más, resulta que todo bulle de vida, no de vida alocada, sino con un propósito que no es sino el de prosperar como especie.
Ignoro absolutamente las causas que han hecho proliferar por mi polígono, de un tiempo a esta parte, un tipo de bicho insólito para estos lares. Suele desplazarse en grupos de 3 o más individuos, variando la edad sin razón aparente: los hay jóvenes, los hay viejos. Se mezclan los sexos, lo que, como entomólogo experimentado, me lleva a pensar en algún tipo de ritual preparatorio para el apareamiento, que desde luego, aun no he tenido el privilegio de observar (imagino que para tal menester se esconderán entre las naves). Suelen vestir chándal de color estridente y deportivas nuevas renuevas. Algunos caminan con cierta velocidad, pero otros, y estos son los interesantes, pasean. Sí señores, pasean. Incluso empujando algún carrito de niño ¿En un polígono? Pues sí, en un polígono.
Van charlando, se paran para comentar algo que les ha llamado la atención, o se detienen en un cruce a que les dé el sol un poquito, llaman a los gatitos de las últimas camadas –miso, miso, miso-, se asustan de los perros, y si pasan ante alguno de los bares no dudan en entrar a tomarse un cafelito. Son eso, paseantes; pero de polígono.
Esta fauna lleva inevitablemente a hacerse preguntas sobre la ideas de ciudad y de ocio. Esta gente que callejea o poligonea es la viva estampa de lo que en francés se llama un flâneur: un paseante que disfruta de su ocio en la ciudad, vagando sin ton ni son, mirando los escaparates y la ciudad que en sí misma se convierte en escaparate. Y este vagar se hace igualmente con el propósito de ponerse al día de lo que ocurre en las calles, mirar, ver y dejarse ver. El lugar por el que se pasea es lugar de ocio y de relación social.
El polígono ya no es un territorio accesorio, más o menos alejado de las zonas urbanizadas al que trasladar las actividades productivas molestas o que requieren de gran cantidad de espacio no disponible en los barrios residenciales. El polígono es ya parte de la ciudad, todavía sin una función residencial, pero que comienza a tenerla de ocio: véase la proliferación de discotecas, gimnasios de gran tamaño, pistas polideportivas, almacenistas que venden al público. Y asociado a esto, un modesto pero cierto florecimiento de los bares y restaurantes ya no sólo frecuentados por los ejemplares de la  especie trabajadora que aquí moramos.

No obstante, cuando coincidimos en la barra con la peña del chándal, no podemos evitar, orgullosos como somos, mirarlos de través y perdonarles un poco la vida. Al fin y al cabo, nunca serán auténticos poliganeros.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Una visita


Por aquí no suele venir nadie de visita, ya lo he dicho. Ni siquiera los jefes, a no ser que sea absolutamente imprescindible o que luego algún jefe más superior les vaya a pedir cuentas. Y qué decir de la jefa directa. Es descender demasiado en el escalafón dejarse ver por aquí, así que me sorprendió bastante su llamada anunciándome su visita para el día siguiente. ¿Por qué? Y sobre todo ¿para qué? De repente caí en la cuenta: como estamos haciendo grandes movimientos de cajas y palets dentro del almacén ha decidido venir a ayudar. Cuando se lo cuento a mi compañero, no puede evitar una malévola sonrisa de medio lado, y con gran cachondeo y retranca me suelta:
- Pues a ver si viene a la hora del café y se estira.
Pues eso, que a ver por dónde sale.
Al día siguiente, estamos liados moviendo cajas y son ya las nueve. Mi compañero me pregunta:
- ¿No iba a venir la jefa?
- Yo no sé más que lo que te conté. De todas formas no creo que aparezca antes de media mañana. No tiene prisa. Así que cuando te parezca nos vamos al café.
Para las 10h decidimos hacer un alto y acercarnos al bareto. Vamos llenos de polvo y mugre: hay que ver lo que mancha la cultura. Nos pedimos los cafeses y mientras nos los ponen aprovechamos para asearnos un poco. Ya renovados nos arrimamos a la barra, echamos los azucarillos, removemos el brebaje anticipando el placer del primer sorbo, y justo en ese momento, me suena el móvil. Cagüen. La jefa; que está en la puerta, que dónde nos metemos. La invito a acompañarnos y no acepta, que tiene mucha prisa, que nos espera en el coche, delante de la puerta, pero que no tengamos prisa. Ya; no te jode. Primero dice que tiene prisa y luego que no tengamos prisa. Ese es exactamente el tipo de sutileza preciso para escalar hasta una jefatura.
Así que nos echamos los cafeses al coleto con grave riego de achicharramiento y nos volvemos zumbando para la nave. Ahí no hay nadie. No veo su coche y se lo digo a mi compa. Entonces, se abre la puerta de un deportivo último modelo aparcado en la acera de enfrente, y sale ella, sonriente ninfa profidén, del habitáculo. La verdad es que le cuesta un poco salir, pero le echa todo el atletismo de sus cincuenta y tantos. Es cerrar la puerta y dirigirse hacia nosotros, exhibiéndose y a mi se me abre la boca de par en par y mi compa casi se traga el cigarro.

Verán ustedes. Va repeinada y maquillada -relumbra y deslumbra- como para ir a un cotillón y el aroma embriagador del medio frasco de perfume con que se ha asperjado nos llega antes que ella. Calza zapatos de ante de color turquesa oscuro, modelo Minnie Mouse, con un tacón de aúpa que transmite un catacloc catacloc que quiere ser eróticamente insinuante. Yo no puedo evitar acordarme de la mula Francis. Pierna arriba le trepan unas medias negras de rejilla que a medio muslo desaparecen bajo un abrigo de visón bien gordito y mullido que lleva abierto a la altura del escote. Su cara luce un tono levemente anaranjado que por un momento me hace temer por su bilirrubina. Pero no.
Se nos acerca con toda su inocencia de jefa en el desempeño de sus funciones en precario equilibrio, y nos suelta, en el tono absolutamente desenvuelto de quien domina la situación y tiene a los hombres arrastrándose a sus pies:
- ¿Qué tal chicos?
- ¿¿?? - perplejidad absoluta.

Mientras mi compañero se frota y refrota la lengua por la quemadura del cigarro, ella se lanza a una farragosa explicación la mar de tonta avalada por su larga experiencia y dilatada trayectoria en materia de movimientos de almacén, y yo intento dirigirla hacia el interior de la nave, en vista de que empiezan a asomarse moscones -y a acercarse peligrosamente- para contemplar al bellezón despistado que nos honra con su visita. Ella ni se ha dado cuenta de que está haciendo el papel de caramelo a la puerta de un colegio.
Su visita dura cinco minutos empleados en observar con ojo crítico y experto que todo está patas arriba, y en hacer un par de comentarios que nos terminan de convencer de que se le ha estropeado la brújula del todo. Y por fin se va, obsequiándonos con unos besos que transfieren el color naranja de su cara a las nuestras dejándole una mancha más clara en cada pómulo.
- ¡Jooooder!- es lo único que alcanzo a decir.
Mi compañero se suelta por fin , y ríe y ríe hasta las lágrimas. Acabamos los dos, sujetándonos la barriga del dolor de las carcajadas, y entre hipidos y toses logra articular:
- ¡Ay! ¡Si es que parecía una aparición!
La imagen de la casa...

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Se me enamora el alma

Se irán ustedes a creer que paso más tiempo en el café que en el curro. Pues no, aunque lo parezca. Curiosamente el bar se llama La oficina, pero aún no me han venido las ganas de trasladarme.
Total, que llego hoy pronto al café, solico, que mi compa no ha venido: probetico, esta malísimo, él que nunca se enferma. Le duelen los higadillos de la panzaíca de cubatas que se metió anteayer y se ha ido al médico, acohonaíllo perdío. Es una hora rara esta, casi las doce, para tomar café. No hay nadie, así que me puedo dar con total impunidad al vicio del periódico sin sentir en el cogote el aliento del que está esperando a que me lo termine para leérselo él. En esto entra un tío que me suena: trajeado, con uniforme de comercial de tercera regional preferente: traje azul mal cortado, camisa rosa chicle, corbata amarillo pollo, zapatos sucillos, y un aspecto sanguíneo que delata a mil kilómetros al currante esforzado amante de los cubatas. Y un olor a loción que hace que uno se pregunte si el tío no meará también colonia. Se acoda a la barra; se lo piensa mejor y trepa a un taburete. Deja encima de la mesa su carpetilla de simil-piel y cremallera con los albaranes y esas cosas, y resopla sonoramente mientras guarda en el bolsillo de la chaqueta el cigarrillo mentolado de plástico rechupado y mordisqueado. La Sole sale de la cocina y en estas, se le ilumina la cara que parece que ha salido el sol, como en las películas de Hollywood cuando Dios le iba a hacer una revelación a Charlton Heston. ¡Qué sonrisa! ¡Qué hilera de dientes relucientes! No hay grititos, ni saludos estentóreos, ni una voz más alta que otra, ni un susurro de agotamiento, nada de compadreo de bar. Esta versión de la Sole no la conocía yo, no estaba en el repertorio. 
Aquí pasa algo, pienso.
La Sole se va acercando y cuando me doy cuenta el tío también está sonriendo con verdadero alborozo. La Sole se arrima hasta él, sin hablar ná de ná, sin abrir el pico, se le para delante barra por medio, ya colorada como un tomate hasta la raíz del pelo, y le pregunta en un susurro:
-¿Qué te pongo, cariño?
-A mil - me dan ganas de contestar por él, que se ha quedado más mudo que una trucha.
A estas alturas me doy cuenta de que estoy mirando de la manera más descarada y me corto. Vuelvo a mi periódico y oigo una voz varonil y baja pedir algo que me parece ser un café descafeinado. La Sole se va para la cafetera, como flotando, suspendida a varios centímetros del suelo, cosa harto difícil visto el tamaño de culo que gasta. Miro al hombre: sonrojado, con unas gotitas de sudor en la frente que antes no estaban allí y la mirada perdida en un limbo de alborozo y felicidad.
Sole en la cafetera. Con amorosa saña golpea el pocillo con los posos contra el cajón, donde cae toda la borra del café anterior. Con suma delicadeza acciona la palanca que hace caer el café recién molido en el pocillo y lo coloca en la cafetera. Gira la palanca con un sutilísimo golpe de brazo que remarca un alarmantemente bien moldeado biceps hasta entonces oculto, al par que voltea su cuerpo haciendo bailar sus más que generosas carnes, anteriores y posteriores, en este movimiento.¡Qué delicadeza de sílfide! ¡Cuanto amor en un gesto tan cotidiano! El silbido ensordecedor del calentador de leche se convierte en música de ángeles.
El fulano ya directamente suda y aguanta la respiración tras su sonrisa cuando Sole se acerca con el café en la mano, sin quitarle ojo, y le dice en tono zalamero:
- Toma cariño, tu café.
Molesto; sobro; estoy de más.
Dejo el dinero en la barra y me piro sin decir mu.
Para ellos ha salido el sol.




¡Ay!, que se nos ha enamorado.

miércoles, 20 de octubre de 2010

La vida huele (ii)

Ayer tuve visita, cosa rara pues por aquí no suelen acercarse demasiado los compañeros: queda lejos del centro, en el extrarradio, y hay que mover el culo de la silla, hacer un esfuerzo. Tampoco tienen motivos como para dejarse caer por aquí. Este hombre sí.

Le tenemos prestado un rincón de nuestro almacén para que guarde sus equipos de trabajo que necesitan algo de espacio y corriente. Su trabajo tiene que ver con la espeleología, sí, sí, así que suele venir en traje de faena: botas de montaña, pantalones de idem mas que viejos, camiseta vieja rozada en el cuello y de color incierto que en sus inicios debió de ser estridente  en grado sumo; forro polar bien gordo y usado, ajustado al cuerpo, que subraya la pujanza y excelente salud de esa barriga suya. Añádase que no es precisamente guapo de cara y que suele llevar el pelo grasiento y pegado a la cabeza. En fin, un aspecto un tanto desgraciao.
Es amable este hombre, pero simplón. A cualquier respuesta  antepone siempre una carcajada la mar de gilona que extraña mucho.
Luego abre la boca y empieza el espectáculo. No es que importe que tenga los dientes torcidos: yo mismo los tengo as´´i. Pero que los tenga verdes... Jamás he visto  paleta de colores semejantes en una dentadura: del verde alga al gris oscuro, pasando por el ocre y el marrón. ¡Y esos resticos de sarro y de comida!

Con mirar para otro lado sería suficiente. Pero cambiar la dirección de la mirada no evita el efluvio. Qué digo efluvio. Es mal olor, es fetidez, una fetidez animal, antigua, reconcentrada y pegajosa que te hace encoger la nariz primero y luego levantar los hombros en mudo gesto de dolor. Y al cabo te das cuenta que el olor emana de toda su persona y se concentra en su aliento. Nunca he conocido a nadie que se ajustara tan fielmente a este verbo: hiede. Es la personificación del hedor de la descomposición. Me viene a la cabeza una imagen que me revuelve las tripas: lo imagino por dentro, fermentándose y haciendo burbujitas así, blup, blup, blup, como de cocimiento de bruja, y liberando los vapores tóxicos a la atmósfera.
Este tío es el culpable, del cambio climático. Fijo.
Mi cara se vuelve mueca de espanto de cine mudo, cuando mi compañero viene al despacho y le invita a salir a tomar café con nosotros. Aprovechando que no me mira, le hago señas a mi compañero con la cabeza de que no, que no, insensato. Afortunadamente, no puede acompañarnos y tal cual vino, se marcha.
Me apresuro a abrir las ventanas de par en par y ventilar el despacho, ayudando con las manos para que entre m´´as aire. Pero su olor no es volátil: es denso, se adhiere a los muebles, a la ropa, a los bolígrafos y a los papeles. Paso toda la mañana rememorando relentes, debatiéndome entre el puro asco y la zozobra. Y esto demuestra, más allá de cualquier duda, que hay una memoria de los olores.

En cuanto llegue a casa, directo a la ducha, y la ropa a la lavadora a 90º. Y si sigo oliendo, me meto yo dentro después.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

¡Huelga!

Camaradas:

hoy he venido a currar: servicios mínimos.
Hace un día precioso de otoño: sol radiante y una luz cortante que todo lo afila en sus contornos. Debería de estar en el campo, me digo, pero estoy aquí.
Las naves de mi calle están todas cerradas y apenas hay coches ni aparcados y menos circulando. La impresión es la de un domingo de agosto pero sin la caló, lo que hace la jornada absolutamente incongruente.  A ratos de oyen voces por la calle, gritos airados y carcajadas. Me abstengo de asomarme no vaya que sea un piquete convencitivo que tenga la feliz idea de sacarme a rastras de mi puesto. Gallina que es uno.
Con el paso de las horas, me doy cuenta de que se apodera de mí la sensación de estar siendo acechado. Cada vez que pasa un coche, o que se oyen voces, me encojo en mi silla, me siento intranquilo y ese sentimiento se va haciendo más y más grande. No asomarme me acaba pareciendo una táctica equivocada: no hace sino alejar se mi la presencia de la amenaza -real o no- y al convertirla en lejana la hace más ominosa y enorme. Decido salir para ver si un café consigue romper el maleficio. El bar de la Sole: cerrado; mi restaurante de de cuando en cuando: cerrado. Sólo me queda acercarme al hotel del polígono. Quizá esté abierto. Lo está y lleno a reventar. Alivio de ver gente y de oír voces. Sin embargo el ambiente no es relajado ni distendido, no hay prensa ni deportiva,  y sí un mirar de soslayo generalizado, un comportamiento casi furtivo, caras graves. El café me sabe mal; lo dejo a medias y me vuelvo.
Camino por las calles casi desiertas y en silencio, mirando hacia atrás intranquilo de cuando en cuando,  como si no quisiera que nadie me sorprendiera poniéndome la mano en el hombro. Cuando miro hacia adelante, pongo cara de duro dispuesto a vender caro su pellejo. Me acuerdo de Gary Cooper; qué hombre aquel.
De algunas naves, cerradas a cal y canto, salen ruidos de trabajo. La amenaza invisible me vuelve a acogotar. Me estaré volviendo paranoico. Eso debe ser.
Mañana pido la baja...

jueves, 23 de septiembre de 2010

El apilador

Cuando nuestros nuevos vecinos de nave se instalaron, todo fueron sido mieles. Tras mi primer encuentro con el porteño verborréico -Eduardo se llama, jefecillo de su almacén como yo del mío-, me puse a su disposición para facilitarle lo que necesitara mientras se instalaban.
Primero fue la luz: que si me puedo enganchar, que tenemos que hacer agujeros y todavía no nos han dado el alta; luego que si una broca del 8 que nos hemos cargado la nuestra y a esta hora a ver quien encuentra algo abierto; después que si un rollo de precinto. Sin problemas; todo sea por la buena vecindad. Fueron dejando su negocio operativo, montaron cámaras frigoríficas, amueblaron el local, les dieron el alta en el agua y en la luz y ya parecía que iban a empezar a recibir mercancías. Después vino el del aire acondicionado, que era el detallito que faltaba, y para colgar la máquina en la fachada nos pidieron el apilador que usamos para subir y bajar palets de las estanterías. Ningún problema tampoco, aunque empezaba a molestarme el sesgo de excesiva familiaridad que la cosa iba tomando. Finalmente les llegó la licencia de apertura y empezaron a meter mercancía. Charlando un día con el porteño, le pregunté cómo se las iba a apañar para descargar los camiones sin carretilla, torillo, apilador o lo que fuera.
- Está todo pensado, sabés. Los camiones vienen con plataforma abatible.
- Pues vale.

Al día siguiente de aquella conversación tocan a la puerta y con aire amable me pregunta uno de sus acólitos que si le puedo hacer un favor grandísimo prestándoles el apilador un rato. Claro, por supuesto, y cuando termines me lo devuelves. Por supuesto que sí.
La cosa empezó a coger fuelle y nos lo pedían varias veces al día, o sea cada vez que venía un camión sin plataforma, que eran la mayoría... Siempre lo devolvían puntualmente, pero con un punto de fastidio; como si tuvieran un derecho adquirido sobre la máquina, ni que la hubiéramos pagado a escote.
La última ya fue la gota. Vuelven a pedir el apilador, con algo de corte, mucha educación y ceremonia para compensar, en vista de las malas caras que ya no nos cortábamos en mostrar.
- Llévatelo, pero no le descargues la batería que estoy esperando un camión.

 Nada, nada, sin problema. Llega mi camión y todavía no lo han devuelto. Algo mosca se acerca mi compañero a pedirlo,  y al ver yo que no vuelve y el camión está en nuestra puerta esperando, me acerco a ver qué pasa. Oigo voces. Entro. El apilador está en un lado, y no hay manera de ponerlo en marcha. Mi compañero está intentando todo lo que se le ocurre y pegando voces santamente cabreado, rodeado por cuatro operarios con acusado aspecto de borderline: si no se puede poner en marcha el motor, no hay manera de mover sus cerca de 1000 kilos; y el motor dice que nones.
Y el camión esperando en nuestra puerta. Como no hay manera de tirar del artefacto, decidimos descargar el camión a mano y pedimos a nuestros amables y limitados vecinos una manita por favor, que entre nosotros dos y ellos cuatro lo hacemos en un pis pas. Nos miran con cara de póker primero, para declinar después nuestra amable invitación. Que están muy ocupados, que no pueden entretenerse. Evidentemente Eduardo, el jefe, no está, y no puedo recurrir a presionarle a él, para que imponga su autoridad. Me cabreo y mi compa más. Nos vamos y como dos machotes descargamos el camión bajo la atenta mirada del conductor con prisa por irse.
Fin del episodio.
Pues no.
Quedaba la máquina por recuperar. Me lío a buscar el teléfono del servicio técnico, a informar a mis jefes que el cacharro va a costar una pasta en reparación, y en esas llaman a la puerta. Eduardo el porteño, que viene a devolvernos la máquina, seguido de sus currantes que se parapetan tras él. Sorprendentemente, funciona.
Eduardo empieza a reírse de medio lado y a mostrarnos cómo ha hecho él lo que nosotros no hemos sabido: resetear la máquina.
- Hacés así, bajás el mástil, pulsás esta combinación de teclas y listo.
Y se ríe el muy cabrón, y los acólitos detrás de él más, tan contentos y sonrientes. Quedamos como un par de gilipollas, silenciosos como merluzas y con cara de pocos amigos.
Aprovecho para dejarle caer que nos hemos tenido que descargar un camión entero a mano y que sus colegas han pasado olímpicamente de echarnos un capote. Se zafa como puede y se larga.
- Les va a volver a prestar la máquina su puta madre -dice mi compañero.
- Me parece que ha quedado muy claro.
Y aquí se acaba la cosa.
Pues tampoco.
Dos días después, vuelven a llamar a la puerta. Es Eduardo, con prisas, que viene cargado con dos bolsas. Me dice que su jefe le ha dicho que nos diga que gracias por prestarnos la máquina y que, claro, con estos chicos hay que tener un detalle, y que toma un obsequio para compensaros, unos vinos de nada. Se da la vuelta y se marcha apresurado dejándome con las gracias en la boca y las bolsas en la mano. Me voy para adentro y mi radar detecta una incongruencia: ¿cómo siendo botellas de vino no suena a cristal chocando? Me temo lo peor. Miro el contenido de las bolsas:























Mecagüentó.