miércoles, 29 de septiembre de 2010

¡Huelga!

Camaradas:

hoy he venido a currar: servicios mínimos.
Hace un día precioso de otoño: sol radiante y una luz cortante que todo lo afila en sus contornos. Debería de estar en el campo, me digo, pero estoy aquí.
Las naves de mi calle están todas cerradas y apenas hay coches ni aparcados y menos circulando. La impresión es la de un domingo de agosto pero sin la caló, lo que hace la jornada absolutamente incongruente.  A ratos de oyen voces por la calle, gritos airados y carcajadas. Me abstengo de asomarme no vaya que sea un piquete convencitivo que tenga la feliz idea de sacarme a rastras de mi puesto. Gallina que es uno.
Con el paso de las horas, me doy cuenta de que se apodera de mí la sensación de estar siendo acechado. Cada vez que pasa un coche, o que se oyen voces, me encojo en mi silla, me siento intranquilo y ese sentimiento se va haciendo más y más grande. No asomarme me acaba pareciendo una táctica equivocada: no hace sino alejar se mi la presencia de la amenaza -real o no- y al convertirla en lejana la hace más ominosa y enorme. Decido salir para ver si un café consigue romper el maleficio. El bar de la Sole: cerrado; mi restaurante de de cuando en cuando: cerrado. Sólo me queda acercarme al hotel del polígono. Quizá esté abierto. Lo está y lleno a reventar. Alivio de ver gente y de oír voces. Sin embargo el ambiente no es relajado ni distendido, no hay prensa ni deportiva,  y sí un mirar de soslayo generalizado, un comportamiento casi furtivo, caras graves. El café me sabe mal; lo dejo a medias y me vuelvo.
Camino por las calles casi desiertas y en silencio, mirando hacia atrás intranquilo de cuando en cuando,  como si no quisiera que nadie me sorprendiera poniéndome la mano en el hombro. Cuando miro hacia adelante, pongo cara de duro dispuesto a vender caro su pellejo. Me acuerdo de Gary Cooper; qué hombre aquel.
De algunas naves, cerradas a cal y canto, salen ruidos de trabajo. La amenaza invisible me vuelve a acogotar. Me estaré volviendo paranoico. Eso debe ser.
Mañana pido la baja...

jueves, 23 de septiembre de 2010

El apilador

Cuando nuestros nuevos vecinos de nave se instalaron, todo fueron sido mieles. Tras mi primer encuentro con el porteño verborréico -Eduardo se llama, jefecillo de su almacén como yo del mío-, me puse a su disposición para facilitarle lo que necesitara mientras se instalaban.
Primero fue la luz: que si me puedo enganchar, que tenemos que hacer agujeros y todavía no nos han dado el alta; luego que si una broca del 8 que nos hemos cargado la nuestra y a esta hora a ver quien encuentra algo abierto; después que si un rollo de precinto. Sin problemas; todo sea por la buena vecindad. Fueron dejando su negocio operativo, montaron cámaras frigoríficas, amueblaron el local, les dieron el alta en el agua y en la luz y ya parecía que iban a empezar a recibir mercancías. Después vino el del aire acondicionado, que era el detallito que faltaba, y para colgar la máquina en la fachada nos pidieron el apilador que usamos para subir y bajar palets de las estanterías. Ningún problema tampoco, aunque empezaba a molestarme el sesgo de excesiva familiaridad que la cosa iba tomando. Finalmente les llegó la licencia de apertura y empezaron a meter mercancía. Charlando un día con el porteño, le pregunté cómo se las iba a apañar para descargar los camiones sin carretilla, torillo, apilador o lo que fuera.
- Está todo pensado, sabés. Los camiones vienen con plataforma abatible.
- Pues vale.

Al día siguiente de aquella conversación tocan a la puerta y con aire amable me pregunta uno de sus acólitos que si le puedo hacer un favor grandísimo prestándoles el apilador un rato. Claro, por supuesto, y cuando termines me lo devuelves. Por supuesto que sí.
La cosa empezó a coger fuelle y nos lo pedían varias veces al día, o sea cada vez que venía un camión sin plataforma, que eran la mayoría... Siempre lo devolvían puntualmente, pero con un punto de fastidio; como si tuvieran un derecho adquirido sobre la máquina, ni que la hubiéramos pagado a escote.
La última ya fue la gota. Vuelven a pedir el apilador, con algo de corte, mucha educación y ceremonia para compensar, en vista de las malas caras que ya no nos cortábamos en mostrar.
- Llévatelo, pero no le descargues la batería que estoy esperando un camión.

 Nada, nada, sin problema. Llega mi camión y todavía no lo han devuelto. Algo mosca se acerca mi compañero a pedirlo,  y al ver yo que no vuelve y el camión está en nuestra puerta esperando, me acerco a ver qué pasa. Oigo voces. Entro. El apilador está en un lado, y no hay manera de ponerlo en marcha. Mi compañero está intentando todo lo que se le ocurre y pegando voces santamente cabreado, rodeado por cuatro operarios con acusado aspecto de borderline: si no se puede poner en marcha el motor, no hay manera de mover sus cerca de 1000 kilos; y el motor dice que nones.
Y el camión esperando en nuestra puerta. Como no hay manera de tirar del artefacto, decidimos descargar el camión a mano y pedimos a nuestros amables y limitados vecinos una manita por favor, que entre nosotros dos y ellos cuatro lo hacemos en un pis pas. Nos miran con cara de póker primero, para declinar después nuestra amable invitación. Que están muy ocupados, que no pueden entretenerse. Evidentemente Eduardo, el jefe, no está, y no puedo recurrir a presionarle a él, para que imponga su autoridad. Me cabreo y mi compa más. Nos vamos y como dos machotes descargamos el camión bajo la atenta mirada del conductor con prisa por irse.
Fin del episodio.
Pues no.
Quedaba la máquina por recuperar. Me lío a buscar el teléfono del servicio técnico, a informar a mis jefes que el cacharro va a costar una pasta en reparación, y en esas llaman a la puerta. Eduardo el porteño, que viene a devolvernos la máquina, seguido de sus currantes que se parapetan tras él. Sorprendentemente, funciona.
Eduardo empieza a reírse de medio lado y a mostrarnos cómo ha hecho él lo que nosotros no hemos sabido: resetear la máquina.
- Hacés así, bajás el mástil, pulsás esta combinación de teclas y listo.
Y se ríe el muy cabrón, y los acólitos detrás de él más, tan contentos y sonrientes. Quedamos como un par de gilipollas, silenciosos como merluzas y con cara de pocos amigos.
Aprovecho para dejarle caer que nos hemos tenido que descargar un camión entero a mano y que sus colegas han pasado olímpicamente de echarnos un capote. Se zafa como puede y se larga.
- Les va a volver a prestar la máquina su puta madre -dice mi compañero.
- Me parece que ha quedado muy claro.
Y aquí se acaba la cosa.
Pues tampoco.
Dos días después, vuelven a llamar a la puerta. Es Eduardo, con prisas, que viene cargado con dos bolsas. Me dice que su jefe le ha dicho que nos diga que gracias por prestarnos la máquina y que, claro, con estos chicos hay que tener un detalle, y que toma un obsequio para compensaros, unos vinos de nada. Se da la vuelta y se marcha apresurado dejándome con las gracias en la boca y las bolsas en la mano. Me voy para adentro y mi radar detecta una incongruencia: ¿cómo siendo botellas de vino no suena a cristal chocando? Me temo lo peor. Miro el contenido de las bolsas:























Mecagüentó.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Ars Melancholiae

Cualquier ejemplar de clase media, en este caso yo mismo, tiene derecho a sus días líricos y melancólicos. No es privilegio de los vates, por más que a estos les asistan el decoro lingüístico, la precisión, la exactitud y la capacidad de transmitir emoción en la descripción de su ensoñación, que los dioses han negado, con gran injusticia, al común de los mortales. Claro, si no fuera así, todos seríamos poetas y entonces ¡qué hiperinflación lírica! Aún así, qué gran injusticia. (Y aún así, ¡qué cantidad de poetas!). Así que la gran mayoría tratamos de croar con más o menos afinación nuestras impresiones, dudas y certezas, con la absoluta certidumbre -al menos los que no padecemos del ego, o padecemos, pero no gravemente- de que nadie va a leernos.
Bueno, esto no es exacto. A los más queridos los leerán sus amigos y familiares, y los animarán y adularán y jalearán. Craso error: es el más recto camino a la terrible dolencia del ego. Y atención: no hay Ucis que valgan para semejante patología, ni quimioterapia ni cirugía para semejante bulto. Y como en toda enfermedad devastadora y de largo recorrido se viene a olvidar que los efectos secundarios, que suele padecer el entorno, son casi tan o más destructivos que la propia enfermedad. Así que la bienintencionada y sentimental adulación es en realidad una trampa de la que aconsejo a todos esos familiares bienintencionados, desde la sapiencia y luces que me brindan mi atalaya y gran experiencia, abstenerse o hacer uso discretísimo, por el bien de sus allegados (y por el suyo propio, claro).
Tras esta asombrosa cura en salud, vamos al lío, campeón, como dice el camarero del restaurante en el que de vez en cuando me quedo a comer.

Hoy siento que no debería de estar aquí, en este cochambroso polígono, viendo  desde mi ventana tristes naves con gentes que se afanan para alimentarse y alimentar la rueda que no ha de cesar de girar, perros cabizbajos que deambulan con el abandono asomándoles por los ojos, sucias aceras y calles rotas, grises farolas que sólo a la noche reviven impregnándolo todo de más tristeza con su charcos naranjas; enormes camiones maniobrando como si en ello les fuera la vida; gente desaliñada, panzuda y fea que en nada se parece a la que habita al otro lado del televisor.

No; hoy no debería de estar aquí.

Hoy debería de estar desnudo al final del malecón, bajo el sol de septiembre, viendo el interminable vaivén del agua, mientras el aire me baila y me arropa, y los grandes barcos lejanos se alejan ávidos y ciegos en su determinación, hacia la  promesa de otros puertos.

Hoy debería de estar vivo.

Ustedes ya me entienden.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Balance de situación














Me lo temía.


Lo de la Sole no son las tácticas empresariales.
Estos últimos días se la nota medio cabreada, molesta y más seria de lo habitual. No sé por qué, la verdad, todo parece ir más o menos igual de regular: los mismos clientes de siempre, el mismo ajetreo discreto, con sus picos. Ah, pero es verdad que hay una diferencia: la gente pregunta mucho por la niña. Demasiado. Con un punto de cachondeíto que a la Sole no le gusta ni mijilla, con rintintín vaya. Imagino que no le hará ni puñetera gracia que muchos de los clientes, a los que trata con cariño maternal, se le hayan convertido en buitres, más pendientes de las carnes de la niña, porque no creo que se interesen por sus meninges, algo vacías la verdad, que de hacer algo más de gasto como sería de desear.

Hoy voy tarde al café. Me he liado con unas cosas y entre pitos y flautas y hasta que el estómago no ha empezado a rugir, no me he acordado. Bueno, mejor; a esta hora no habrá nadie y le podré echar un vistazo tranquilo al periódico. Nada más entrar: chunda chunda chunda chunda. ¡Joooder, qué susto! Miro y remiro por si me he equivocado. No, es aquí. Suena el chundachunda a toda pastilla, la barra, petada de canis, la mayoría pelopiña o cenicero, pendientes, tatuajes, pantalones cagaos unos, pitillos otros, camisetas de tirantes ellas y ellos, luciendo carne morena, y algún que otro despistado con mono de trabajo. El mayor no tendrá ni veinte añitos.
Trato de acercarme a la barra y al ver que no lo consigo me doy la vuelta para irme. Justo en ese momento la voz de pito de la niña Sole me pregunta, a gritos y por encima de la música y el ruido de las conversaciones, que qué quiero. Le pido, trinco mi café y me retiro a una mesa vacía. Todos en la barra, cascando, riéndose a carcajadas y compartiendo refrescos. En estas asoma la Sole con cara de cabreo y empieza a meterle a la niña una bulla de aúpa: que si baja la música que me estás volviendo loca perdía, que los vasos están sin fregar, que la cafetera está sucia, que qué es eso de estar ahí de palique con la de trabajo que hay... Asisto desde mi rincón a la bronca. Los chavales ni inmutarse. Suelta una voz anónima que sale de alguna parte de aquel rebaño:
- ¡Copón como hon las máes! ¡Hiempre 'ando por culo! En cuantico que'ta uno a gustico, ¡zas!, a dar por culo. Que paé que no haben hacé otra coha.
- Di que hi colega, que estamos de máes hasta la papaya - apostilla otra voz, femenina ésta.
Grandes cabezazos de aprobación entre la concurrencia. Y entonces sucede. La Sole (madre), quita la música, sale de detrás de la barra, se planta en jarras en mitad del bar y empieza a chillarles a los "clientes" totalmente fuera de sí. Les dice de todo menos bonicos, les mienta a la madre, al padre, a la abuela y a la leche que les dieron. Ellos, como quien oye llover y la Sole desmelenada como una hidra. ¡Oh estampa mitológica! Se hace el silencio; yo con la cucharilla en alto, espero.
- Ámonos colegas, que azín no se pué viví.
Van saliendo los chavales del bar. Y a la niña lo único que se le ocurre decir con voz de fastidio es:
- Jo, mamá, acabas de perder un montón de clientes.

 Ambas se meten en la cocina. Me he quedado solo de repente en el bar. Suena un cachete seguido de un grito. Apuro mi café, dejo el dinero en la barra y me voy raudo. Por si acaso sigue el reparto.