miércoles, 20 de octubre de 2010

La vida huele (ii)

Ayer tuve visita, cosa rara pues por aquí no suelen acercarse demasiado los compañeros: queda lejos del centro, en el extrarradio, y hay que mover el culo de la silla, hacer un esfuerzo. Tampoco tienen motivos como para dejarse caer por aquí. Este hombre sí.

Le tenemos prestado un rincón de nuestro almacén para que guarde sus equipos de trabajo que necesitan algo de espacio y corriente. Su trabajo tiene que ver con la espeleología, sí, sí, así que suele venir en traje de faena: botas de montaña, pantalones de idem mas que viejos, camiseta vieja rozada en el cuello y de color incierto que en sus inicios debió de ser estridente  en grado sumo; forro polar bien gordo y usado, ajustado al cuerpo, que subraya la pujanza y excelente salud de esa barriga suya. Añádase que no es precisamente guapo de cara y que suele llevar el pelo grasiento y pegado a la cabeza. En fin, un aspecto un tanto desgraciao.
Es amable este hombre, pero simplón. A cualquier respuesta  antepone siempre una carcajada la mar de gilona que extraña mucho.
Luego abre la boca y empieza el espectáculo. No es que importe que tenga los dientes torcidos: yo mismo los tengo as´´i. Pero que los tenga verdes... Jamás he visto  paleta de colores semejantes en una dentadura: del verde alga al gris oscuro, pasando por el ocre y el marrón. ¡Y esos resticos de sarro y de comida!

Con mirar para otro lado sería suficiente. Pero cambiar la dirección de la mirada no evita el efluvio. Qué digo efluvio. Es mal olor, es fetidez, una fetidez animal, antigua, reconcentrada y pegajosa que te hace encoger la nariz primero y luego levantar los hombros en mudo gesto de dolor. Y al cabo te das cuenta que el olor emana de toda su persona y se concentra en su aliento. Nunca he conocido a nadie que se ajustara tan fielmente a este verbo: hiede. Es la personificación del hedor de la descomposición. Me viene a la cabeza una imagen que me revuelve las tripas: lo imagino por dentro, fermentándose y haciendo burbujitas así, blup, blup, blup, como de cocimiento de bruja, y liberando los vapores tóxicos a la atmósfera.
Este tío es el culpable, del cambio climático. Fijo.
Mi cara se vuelve mueca de espanto de cine mudo, cuando mi compañero viene al despacho y le invita a salir a tomar café con nosotros. Aprovechando que no me mira, le hago señas a mi compañero con la cabeza de que no, que no, insensato. Afortunadamente, no puede acompañarnos y tal cual vino, se marcha.
Me apresuro a abrir las ventanas de par en par y ventilar el despacho, ayudando con las manos para que entre m´´as aire. Pero su olor no es volátil: es denso, se adhiere a los muebles, a la ropa, a los bolígrafos y a los papeles. Paso toda la mañana rememorando relentes, debatiéndome entre el puro asco y la zozobra. Y esto demuestra, más allá de cualquier duda, que hay una memoria de los olores.

En cuanto llegue a casa, directo a la ducha, y la ropa a la lavadora a 90º. Y si sigo oliendo, me meto yo dentro después.