miércoles, 17 de noviembre de 2010

Se me enamora el alma

Se irán ustedes a creer que paso más tiempo en el café que en el curro. Pues no, aunque lo parezca. Curiosamente el bar se llama La oficina, pero aún no me han venido las ganas de trasladarme.
Total, que llego hoy pronto al café, solico, que mi compa no ha venido: probetico, esta malísimo, él que nunca se enferma. Le duelen los higadillos de la panzaíca de cubatas que se metió anteayer y se ha ido al médico, acohonaíllo perdío. Es una hora rara esta, casi las doce, para tomar café. No hay nadie, así que me puedo dar con total impunidad al vicio del periódico sin sentir en el cogote el aliento del que está esperando a que me lo termine para leérselo él. En esto entra un tío que me suena: trajeado, con uniforme de comercial de tercera regional preferente: traje azul mal cortado, camisa rosa chicle, corbata amarillo pollo, zapatos sucillos, y un aspecto sanguíneo que delata a mil kilómetros al currante esforzado amante de los cubatas. Y un olor a loción que hace que uno se pregunte si el tío no meará también colonia. Se acoda a la barra; se lo piensa mejor y trepa a un taburete. Deja encima de la mesa su carpetilla de simil-piel y cremallera con los albaranes y esas cosas, y resopla sonoramente mientras guarda en el bolsillo de la chaqueta el cigarrillo mentolado de plástico rechupado y mordisqueado. La Sole sale de la cocina y en estas, se le ilumina la cara que parece que ha salido el sol, como en las películas de Hollywood cuando Dios le iba a hacer una revelación a Charlton Heston. ¡Qué sonrisa! ¡Qué hilera de dientes relucientes! No hay grititos, ni saludos estentóreos, ni una voz más alta que otra, ni un susurro de agotamiento, nada de compadreo de bar. Esta versión de la Sole no la conocía yo, no estaba en el repertorio. 
Aquí pasa algo, pienso.
La Sole se va acercando y cuando me doy cuenta el tío también está sonriendo con verdadero alborozo. La Sole se arrima hasta él, sin hablar ná de ná, sin abrir el pico, se le para delante barra por medio, ya colorada como un tomate hasta la raíz del pelo, y le pregunta en un susurro:
-¿Qué te pongo, cariño?
-A mil - me dan ganas de contestar por él, que se ha quedado más mudo que una trucha.
A estas alturas me doy cuenta de que estoy mirando de la manera más descarada y me corto. Vuelvo a mi periódico y oigo una voz varonil y baja pedir algo que me parece ser un café descafeinado. La Sole se va para la cafetera, como flotando, suspendida a varios centímetros del suelo, cosa harto difícil visto el tamaño de culo que gasta. Miro al hombre: sonrojado, con unas gotitas de sudor en la frente que antes no estaban allí y la mirada perdida en un limbo de alborozo y felicidad.
Sole en la cafetera. Con amorosa saña golpea el pocillo con los posos contra el cajón, donde cae toda la borra del café anterior. Con suma delicadeza acciona la palanca que hace caer el café recién molido en el pocillo y lo coloca en la cafetera. Gira la palanca con un sutilísimo golpe de brazo que remarca un alarmantemente bien moldeado biceps hasta entonces oculto, al par que voltea su cuerpo haciendo bailar sus más que generosas carnes, anteriores y posteriores, en este movimiento.¡Qué delicadeza de sílfide! ¡Cuanto amor en un gesto tan cotidiano! El silbido ensordecedor del calentador de leche se convierte en música de ángeles.
El fulano ya directamente suda y aguanta la respiración tras su sonrisa cuando Sole se acerca con el café en la mano, sin quitarle ojo, y le dice en tono zalamero:
- Toma cariño, tu café.
Molesto; sobro; estoy de más.
Dejo el dinero en la barra y me piro sin decir mu.
Para ellos ha salido el sol.




¡Ay!, que se nos ha enamorado.