viernes, 11 de diciembre de 2009

Cave Manolus

¡Qué viene Manolo!

Entonces todo el que puede se enfrasca el la lectura del periódico, o mira fijamente su café mientras da vueltas a la cucharilla, o se abstrae todo lo que puede, y todos esconden  las manos en las profundidades insondables de sus bolsillos. La cosa es evitar su efusivo saludo.


Manolo es un hombre extremadamente amable y cariñoso, pero rudo; basta que le dirijas la palabra en el bar y ya serás amigo suyo. Te saludará cuando te vea y no podrás de ninguna manera evitar su apretón de manos, ni dejar de mirar la seriedad de su rostro y los ojos de enloquecido que pone mientras oyes crujir tus huesos. Y no es locura, es que para Manolo, saludarse entre hombres es una cosa muy grave y fundamental. Manolo saluda como los griegos antiguos se saludaban, con esa hombría de bien honda y seria que requiere inexorablemente de la fuera física y que de ninguna manera se puede ignorar.

Entenderlo así me ha hecho perdonarle los dolores de manos.

viernes, 27 de noviembre de 2009

En pos de la belleza


Generalmente no suelo fijarme demasiado en la belleza o fealdad de los lugares por los que transito ni de las gentes con las que me cruzo. Si son bellos, me sorprenderán las primeras veces; si feos también. Al cabo de los días todo queda enterrado en el rumor de la costumbre.
Pero hay días, como hoy, y últimamente cada vez son más -será la edad o el alzheimer que viene a ser lo mismo pero más ajustado-, en que de golpe y sopetón me atenaza un profundo sofoco que no sé al pronto a qué atribuir. Si me detengo un poco más en la sensación y realizo un esfuerzo por salir de mí y mirar alrededor descubro que todo me parece feo, de una fealdad difícilmente soportable: estas calles malparidas llenas de coches en desorden; las mujeres y los hombres que desayunan junto a mi desaliñados y casi sucios ellos, estridentes ellas; desgarbados los perros que deambulan por este lugar; informes los edificios entre los que me muevo.
No sé si el sofoco es por la fealdad o viceversa. Entonces intento volver al momento anterior a que esto ocurriera y recordar en qué estaba mi cabeza. ¿Qué cosa pensaba yo que ha desencadeno este súbito ataque de conciencia estética herida? Aún no lo he descubierto pero no cejo en mi empeño.
¿Estaré aquejado de algún tipo de virus estético? ¿De un síndrome de Sthendal inverso?
En estos angustiosos momentos echo terriblemente de menos los cuadros de escenas de la caza del zorro de la portería de mi suegra, tan reconfortantemente bonitos.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Desperdicios


Hay una indignación de fondo que, como todas las indignaciones justificadas, es por una nimiedad. Hablas con unos y con otros, todos dicen lo mismo: no hay cubos de basura.
Desaparecen, así, ¡chas!, por arte de magia. Y claro la basura por los suelos, y las multas del ayuntamiento a pesar de que se les ha dicho mil veces que repongan los cubos.
El misterio es gordo. ¿Adonde van a parar los cubos? Y, cuidado, que no son pequeños.
Más que cubos, son cubas. Nadie se lo explica y se cruzan apuestas: que si una banda organizada de rumanos, que si la propia empresa que los recauchuta y se los vuelve a vender al ayuntamiento, que si los gitanos de las chabolas cercanas. En fin, para todos los gustos.

Hoy me quedo a comer y a esa hora el polígono está muerto. Oigo un ruido rastrero y desconocido en la calle y me asomo a la ventana. Una pandilla de chavalillos, de unos diez o doce años, arrastran un cubo de basura entre risas y gritos.
Veo a mis hijos y sus amigos metidos en una bañera, cuesta polvorienta abajo a toda risa. Cubos con ruedas: más posibilidades.
Me sonrío.

No pienso desvelar el misterio.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Tan solico en el mundo

La soledad

Como casi todos los días a la hora del café aparecen los comerciales de la empresa de alarmas vecina. Uno de ellos se enfrenta a la barra y mientras pide su café saca de su bolsa un pequeño ordenador. Lo abre y se pone a teclear.
Todos los que estamos cerca miramos involuntariamente pensando en la norma tácita que acaba de infringir: a la hora del café no se trabaja. Sus compañeros empiezan con la broma y le jalean: ¡desde que se ha comprado el cacharrillo no hay quien le hable!
Él, el más apuesto y joven de todos los comerciales, sonríe más que satisfecho mientras navega por el internés y muestra a todos las bondades del aparato. Hasta tías en bolas saca. Grandes risas y alborozo de la concurrencia.
Llega Sole con el café y le pregunta que para qué quiere ese cacharro.
- Mujer, esto es el futuro, aquí está todo.
- No, sí ya. Pero, a ver, ¿para qué lo quieres?
- Pues para estar en el mundo...
Sole se da la vuelta y todos alcanzamos a oír su comentario: “Total, que tú vives en un pueblo que está fuera del mundo...”.
A lo que contesta otro comercial medio en broma:
- Mentira Sole, puta mentira. Di que el tío este vive solo y se mata a pajas mirando a las titis que salen por el cacharrito.
Remate y puntilla de Sole, camino de la máquina de café:
- Animalico...
Hay tanta lástima y tanta soledad adivinada en este último comentario, que el joven y gallardo vendedor, el éxito suburbial hecho carne, cierra la tapa de su ordenador y abrumado, lo guarda en su bolsa nueva.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Disimulando



Si trabajas en un polígono, hay cosas que no debes hacer bajo ningún concepto. La cuestión es no llamar la atención, que a la larga puede resultar molesto; en suma camuflarse entre el paisaje cual camaleón y entre el paisanaje cual Zelig.
1-     No te vistas casual. Lo más arreglao que se puede llevar en un polígono, es el uniforme de comercial: traje gris claro o beige, camisa rosa o amarilla, corbata verde o rosa, según camisa y zapatos de “chúpamelapunta”. Si vistes casual, enseguida te van a identificar como pijo y/o hijo del dueño y lo más probable es que ni te saluden en le primer caso y te miren con cierto desprecio en el segundo.
2-     No aparques en la puerta de la nave un deportivo ostentoso, a menos que seas el hijo del dueño de la empresa . Los dueños de empresa no suelen tener deportivos sino coches grandes pero de un lujo discreto. Igual que con la ropa, que suele ser cara, pero nunca ostentosa: respiran dinero y posición.
3-     Lee o aunque sea ojea el Marca. Tranquiliza a los que toman café a tu alrededor.
4-     No hables bajito. No es propio de hombres.
5-     Si eres mujer, procura vestirte recatadamente, sin insinuar demasiado las formas, sin maquillarte exageradamente; a no ser que seas yoli , en cuyo caso ya te conocen todos y al bestia de tu novio también.
6-     Que todo el mundo sepa claramente que tú aparcas siempre ahí. Defiende tu plaza con mala leche si hace falta.
7-     No te perfumes. Ni de coña.
8-     Saluda aunque no hayas sido presentado. Bastará con un murmullo ininteligible, o un alzamiento de cejas. Lo que cuenta es la intención.
9-     Participa en las conversaciones espontáneas de los bares, metiendo una morcilla, un comentario o un chascarrillo. Se quedarán con tu cara y si necesitas alguna vez los servicios de alguien seguro que te recuerda y te trata mejor.
10- Deja propina en el bar. Aunque sean 10 céntimos y te llamen generoso.

Todos queremos que nos quieran aunque sea un poquito nada más, aunque sea muy por encima y de refilón...

jueves, 22 de octubre de 2009

Llueve

Es de día porque lo dice el reloj. Apenas hay ruido en la calle, un siseo ocasional al lento paso de los coches. Los perros andan hoy cabizbajos como si hubieran perdido a sus amos. Mi vecino Juan asoma de vez en cuando por el portón abierto y mira gravemente al cielo. Se da la vuelta lentamente y vuelve dentro a seguir con sus cocinas. Hay pesadumbre en su andar.
Los martillazos lejanos suenan con la cadencia cansina y opaca de la obligación. No se oyen las voces alegres, ni los gritos habituales que pautan la vida del polígono.
Sole no habla, sólo asiente y se mueve pesadamente tras su barra. La gente que lo hace parece estar contándose secretos. El papel de los periódicos cruje estruendosamente cuando los parroquianos pasan las páginas. Los párpados pesan y hay espesura en las mientes. Bostezos.
La pequeña satisfacción de estar dentro, al abrigo, se convierte en el centro de la existencia.
¿Por qué vivimos con esa desgana, con esa pesadumbre, esta bendición primera del cielo?
Solamente llueve.

miércoles, 14 de octubre de 2009

La vida huele



Estar o casi vivir en un polígono tiene sus cosas, sus molestias: ruidos, colapsos de tráfico cuando hay demasiados camiones descargando, limpieza a menudo deficiente...
Pero de todos los inconvenientes hay uno que se lleva la palma.
Imaginen.
Hace un día precioso y soleado, se oyen los ruidos de la vida desde la oficina: golpes metálicos, camiones, gritos, algún insulto, unos pocos ladridos lejanos. Y de repente todo se oscurece. La luz del sol palidece, primero tímidamente, después ya francamente. ¿Ha cambiado el tiempo? Se ha metido una niebla de color ocre de golpe. Inevitablemente todos los que trabajamos de puertas adentro asomamos la nariz y medio cuerpo como gallitos de pelea. Y entonces nos golpea ese olor nauseabundo. ¡Dios! Nadie, ni siquiera los más encallecidos currinches son capaces de aguantarlo sin torcer el gesto. El que puede se mete dentro, ya gallo desplumado, y se atrinchera cerrando puertas y ventanas; el que no tiene un adentro al que ir maldice en voz alta. 
                                                                                                        














Otra vez están tostando café.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Chuchos poliganeros y 2

Y sí, dan lástima. Algunas mañanas he llegado tan pronto al trabajo que era aún noche cerrada y la única vida que había en las calles eran estos perros aparentemente dejados de todo. Corren locos, saltan, cruzan las calles sin ton ni son, se amenazan enseñándose los colmillos y no cesan en ningún momento de mover el rabo con fuerza y decisión. No es un meneo displicente; es enérgico, decidido, afirmativo: aquí estoy yo y ahora soy el amo, parecen decir.
Me siento intruso al aparecer en mitad de la calle, intruso en esa celebración del abandono. Por un momento me convierto en un objeto de interés y todos se abalanzan hacia mí. Se acercan rápidos, casi agresivos, se paran a un metro, olfatean y piensan, seguramente, que este hombre solo y vacilante no tiene nada que ofrecer, absolutamente nada. Me lanzan entonces una mirada cargada de significado, que no sé cual será  pero seguro que lo tiene, no puede ser de otra manera. Se dan la vuelta y se alejan de nuevo saltando y cruzándose en una coreografía tan perfectamente desordenada. Y uno de ellos, el más feo, sin dejar de trotar se gira y me mira; al principio para asegurarse que sigo donde estaba. Después se para y me mira abiertamente, con franqueza. No mueve el rabo, sólo espera alguna oferta o gesto de mi parte que no llega. Sospecho que más que oferta espera una confirmación. Y la obtiene.
No tengo nada que ofrecer.
Estoy solo, les doy lástima.

Empieza a clarear.

lunes, 5 de octubre de 2009

Chuchos poliganeros 1


Dentro de la procelosa variedad canina que existe en este mundo, hay -¡ay!- una raza absolutamente aparte.
Aparte, porque viven aparte del mundo o en un mundo propio limitado al perímetro de su polígono, del que no salen jamás. Eso es sentido de la territorialidad y lo demás tonterías. A ver quien es el guapo que aguanta toda su vida sin salir de su barrio.
Suelen ir sucios, ser malencarados, tuertos o cojos, y feos, los más feos que Dios ha puesto en este mundo y tener bastante malas pulgas.
Esto hay que matizarlo. Cójase un compás enorme y trázese un semicírculo teniendo como eje el centro del portón de la nave en la que habitan: ese semicírculo es terreno exclusivo. Ni se te vaya a ocurrir poner un pie dentro pues es más que seguro que te quedes sin él. Da igual que el perro sea grande o pequeño: si metes el pie ahí sin autorización del dueño -y del perro, porque hay una extraña simbiosis entre ambos- lo pierdes. Y claro, es difícil no meterlo ya que dicha figura geométrica simple es totalmente invisible. Sólo la ven ellos, si serán jodíos. Aquí, más de uno se ha llevado un buen susto. Desde mi ventana he visto a algún cartero -¡qué clásico!- que sin arrimarse a la nave ni casi parar la moto, ha tirado el correo hacia el interior de la nave y ha salido zumbando en cuanto el can asoma las orejillas. Y eso que a veces el cerbero no levanta ni una pulgada del suelo aunque la mala leche la gasten en millas.
Pero por las mañanas, cuando vuelve la actividad y se levantan las persianas y sus dueños los sueltan para que correteen y desfogen y hagan sus cosillas, entonces, ya fuera de su perímetro reservado resulta que no son tan fieros y hasta dan un poco de pena.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

La familia Monster

Desde hace ya mucho tiempo los veo casi a diario. A la hora del desayuno, en el bareto de la Sole, siempre puntuales. Son cinco y van siempre en grupo; cuatro hombres y una mujer. De los cuatro hombres, el mayor debe de ser el padre: alto, corpulento, ancho y recio, con cara de pocos amigos y el pelo ya blanco. Los otros tres, atendiendo al parecido, tienen que ser forzosamente los hijos: altos, corpulentos y recios, con cara de escasos amigos y sin pelo. En la cuarentena, barba rala sal y pimienta. La mujer , con su moño en lo alto, chaparrita y gruesa, con sus gafas de culo de botella tiene que ser la madre y esposa.
Entran en silencio, en fila india, y uno de ellos, el mismo siempre, se acerca la barra y pasa el pedido en voz baja; mientras, los demás han ido a ocupar una mesa, la misma siempre, sin hablar. Lo llamativo es el silencio y la lentitud de movimientos que afectan, increíble en un lugar tan ruidoso a la hora del desayuno. Y sus ropas: vienen vestidos de calle, limpios, sin grasa en las manos ni manchas en la ropa, y ella siempre con mandil como si acabara de salir de la cocina, y sin embargo desprenden un aroma inconfundible a currante.
Hay algo discordante en el espectáculo de esta familia en este bar, como unos zapatos que no pegan con un vestido.
Se toman sus cafés y sus bocadillos, la mirada baja, cruzándose de vez en cuando algún comentario inaudible para la concurrencia. Resulta conmovedor ver como atienden los hijos a la madre: el cariño en el gesto de alcanzarle las servilletas, o el amor que alguno pone al pedir para ella otro azucarillo, o una cucharilla más limpia, la ternura con que se dirigen a ella sin perder nunca la seriedad en el gesto...
El padre no abre la boca. Jamás. Es el único que no mira abajo sino que pierde la mirada al frente y se le pinta entonces una cierta melancolía.
Desprenden un aura un tanto siniestra y resulta difícil imaginar cual será el negocio que les hace a venir aquí a desayunar, todos los días sin faltar uno. Quizá se sienten a gusto aquí. A veces he intentado jugar con mi compañero a imaginarlos fuera de aquí, a inventarles una vida, pero mi compa no tiene interés en estos jueguecitos.
¿Serán comerciantes al por mayor de hilaturas y viven en la planta alta de la nave que ocupan? ¿Dueños de un negocio de chatarra que no invitan a sus currantes a desayunar? ¿O simplemente vecinos de las casas del pueblo que pegan con el polígono que vienen  porque las tostadas son más grandes? Pero, ¿y el delantal de la madre? ¿Cómo explicarlo?
Tengo que reconocer que me intrigan. A ver si me acuerdo de preguntarle a Sole por ellos que seguro que ella algo sabe.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Chez la Sole


Al bareto de la Sole se entra de buen humor. Si no la Sole te larga a la calle a la voz de : "¡Cuando se te pase la malafollá, vuelves!". Y da susto cuando la Sole saca su vozarrón, que lo suele tener bien guardado. Normalmente cuando pasa una de estas, por las mañanas a la hora del café, se hace un silencio de cojones hasta que el interfecto abandone y se largue. Y digo interfecto porque interfectas no suele haber; ya se sabe: es cosa de hombres.
Alguno, la primera vez no se lo creía, y lo echaba a broma, incluso el osado llegó a reivindicar su derecho a estar de malas pulgas o a ser así (o "asín" como se dice por aquí). Error casi fatal. Dos bocinazos de la Sole, una mirada terrorífica, un silencio sepulcral y espeso cual natillas, miraditas fugaces o sonrisitas a la barra, e indefectiblemente el interfecto tira el Marca y el importe del café encima de la barra, de mala manera, y se larga rezongando.
En cuanto ha salido por esa puerta, vuelven las conversaciones, las interpelaciones de la Sole con su voz más cariñosa y zalamera, los ruidos de platillos y cucharillas, y se respira mejor.
Y es que la Sole es una madre; una madre con un montón de clientes.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Hoy papeo aquí

Como tengo un horario de suertudo, voy a comer a casa todos los días. Aprovecho y de camino recogo a los chavales a su salida del instituto. Pero hoy me quedo a comer, que toca sesión doble.
En este polígono, o pologonillo visto el tamaño de algunos que he visitado, no hay demasiado tráfico de camiones. En su mayoría son talleres, pequeñas industrias, alguna tienda de mayorista tipo ferreterías y eléctricas y algún que otro almacén. Así que casi todos tienen horario de comercio, o sea cierran a la una y media y vuelven a abrir a las cuatro. Para esa hora, las cuatro, yo no suelo estar por aquí, que ya me he largado con viento fresco.
Ergo a las tres cierro la puerta y me encamino al comedero que está un par de calles más abajo. No es exactamente un comedero, que los de la cocina tratan de cuidar la calidad y además lo consiguen: por 8,50 leurillos te atizas un primero, un segundo y postre, más agua o vino o cerveza. Abundante y bien despachao. Caféses aparte.
Para mi chungo, que con mi curro de sentadillo, si me paso, luego lorzas a gogó.
El caso es que el trayecto de mi nave al comedero, de unos diez minutos a patilla, se me hace sumamente extraño. No hay nadie por la calle, no pasan coches ni camiones, apenas se oye ruido, los perros sin collar campan a sus anchas. Un gato se arriesga a cruzar delante de mi.
Camino por la acera, solo, al sol, viendo los portones cerrados, los coches aparcados ante la puerta, y no me cruzo con nadie.
La impresión es un poco marciana la verdad. Hay vida porque hay cables y luces que alguien ha olvidado apagar y se oyen alarmas a lo lejos y algún bocinazo. Pero si no lo supiera, diría que todo el mundo acaba de salir de estampida dejando lo que estaban haciendo. Eso sí, teniendo cuidadín de cerrar las puertas antes de salir.
Inevitablemente, el paseo me pone melancólico y metafísico y me hago preguntas: ¿esta es mi vida? ¿Aquí curro/vivo yo? ¿Tanto estudiar para esto?
Abrir la puerta del comedero y escuchar la algarabía de las voces, los cubiertos, los gritos de los camareros, la tele a toda pastilla, la máquina tragaperras, su tabaco gracias, las risotadas de los que están en la barra con los cafeses, me saca de mi estupefacción.
Vuelta a la vida.
A la de 8,50€.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Estreno

Como habrás sospechado por el título, trabajo en un polígono.
Bueno en un "polígano", para entendernos. Llevo aquí ya varios años en los que he ido saltando de una nave a otra, al albur de mis jefecillos y de los presupuestos. Finalmente, parece que estamos bien instalados y que esta residencia será para una temporada larga (si no me echan antes, claro, o no se les vuelve a ocurrir que nos mudemos).
Desde mi ventanal en el segundo piso -sí, sí, ahora tengo un ventanal enorme- veo la sierra cuando no hay nubes, la acera de enfrente con sus empresas -el de las cocinas, el taller abandonado, el de materiales de construcción...- y los que entran y salen, o salen y no vuelven a entrar. En este caso la cosa suele ir precedida por unos gritos estentóreos que se oyen en casi toda la calle y que vienen de la nave de las cocinas. Los de las demás empresas salimos a ver qué pasa, hasta que mi vecino por la derecha ataja con un: "El Juan, que la ha vuelto a cagar".
Con lo que el Juan la caga, es un milagro que su empresa siga funcionando.
Así que, ya digo, desde mi hermosísimo ventanal tengo unas vistas inmejorables. Lástima que cuando me montaron la oficina olvidaron poner los estores y desde que sale el sol hasta más o menos las doce, tengo toda la luz en la cara. Claro está que la mesa me la pusieron pegando a la ventana y la pantalla de ordenador a contraluz. Así que las primeras horas de la mañana no puedo trabajar porque no veo la pantalla. Que conste que lo he probado todo: gafas de sol, forrar la ventana con papel - muy, pero que muy deprimente-, mover el ordenador de sitio: imposible: el cable del adsl no da y yo paso de gastarme las pelas propias en un cable.
Mi jefe me ha jurado que ya mismo me ponen unos estores. Y de esto hace casi un año. Los presupuestos, que no dan para más, más ahora con la crisis.
Mi oficina es bastante chula: grande, tendrá unas 25 metros cuadrados, toda pintadita de blanco, con mobiliario nuevo y cómodo que, en un rapto de generosidad, mi jefe me dejó elegir. Al principio pensé decorar esto a mi gusto. Pero se ve que los polígonos tienen el efecto de potenciar la desidia así que las paredes siguen blancas. Además, me da mucha lástima liarme a hacer agujeros. La única decoración que hay son las tres estanterias de suelo a techo repletas de libros, que le dan un toque íntimo y personal, así como a salón de casa pero sin chimenea, ilusión que se rompe en cuanto miro por el ventanal.
Plantas, ni una. Bastante tengo con enterrar las de mi casa cuando se me mueren. Ah, fundamental: tengo aire acondicionado.
Envidia cochina.