jueves, 2 de diciembre de 2010

Una visita


Por aquí no suele venir nadie de visita, ya lo he dicho. Ni siquiera los jefes, a no ser que sea absolutamente imprescindible o que luego algún jefe más superior les vaya a pedir cuentas. Y qué decir de la jefa directa. Es descender demasiado en el escalafón dejarse ver por aquí, así que me sorprendió bastante su llamada anunciándome su visita para el día siguiente. ¿Por qué? Y sobre todo ¿para qué? De repente caí en la cuenta: como estamos haciendo grandes movimientos de cajas y palets dentro del almacén ha decidido venir a ayudar. Cuando se lo cuento a mi compañero, no puede evitar una malévola sonrisa de medio lado, y con gran cachondeo y retranca me suelta:
- Pues a ver si viene a la hora del café y se estira.
Pues eso, que a ver por dónde sale.
Al día siguiente, estamos liados moviendo cajas y son ya las nueve. Mi compañero me pregunta:
- ¿No iba a venir la jefa?
- Yo no sé más que lo que te conté. De todas formas no creo que aparezca antes de media mañana. No tiene prisa. Así que cuando te parezca nos vamos al café.
Para las 10h decidimos hacer un alto y acercarnos al bareto. Vamos llenos de polvo y mugre: hay que ver lo que mancha la cultura. Nos pedimos los cafeses y mientras nos los ponen aprovechamos para asearnos un poco. Ya renovados nos arrimamos a la barra, echamos los azucarillos, removemos el brebaje anticipando el placer del primer sorbo, y justo en ese momento, me suena el móvil. Cagüen. La jefa; que está en la puerta, que dónde nos metemos. La invito a acompañarnos y no acepta, que tiene mucha prisa, que nos espera en el coche, delante de la puerta, pero que no tengamos prisa. Ya; no te jode. Primero dice que tiene prisa y luego que no tengamos prisa. Ese es exactamente el tipo de sutileza preciso para escalar hasta una jefatura.
Así que nos echamos los cafeses al coleto con grave riego de achicharramiento y nos volvemos zumbando para la nave. Ahí no hay nadie. No veo su coche y se lo digo a mi compa. Entonces, se abre la puerta de un deportivo último modelo aparcado en la acera de enfrente, y sale ella, sonriente ninfa profidén, del habitáculo. La verdad es que le cuesta un poco salir, pero le echa todo el atletismo de sus cincuenta y tantos. Es cerrar la puerta y dirigirse hacia nosotros, exhibiéndose y a mi se me abre la boca de par en par y mi compa casi se traga el cigarro.

Verán ustedes. Va repeinada y maquillada -relumbra y deslumbra- como para ir a un cotillón y el aroma embriagador del medio frasco de perfume con que se ha asperjado nos llega antes que ella. Calza zapatos de ante de color turquesa oscuro, modelo Minnie Mouse, con un tacón de aúpa que transmite un catacloc catacloc que quiere ser eróticamente insinuante. Yo no puedo evitar acordarme de la mula Francis. Pierna arriba le trepan unas medias negras de rejilla que a medio muslo desaparecen bajo un abrigo de visón bien gordito y mullido que lleva abierto a la altura del escote. Su cara luce un tono levemente anaranjado que por un momento me hace temer por su bilirrubina. Pero no.
Se nos acerca con toda su inocencia de jefa en el desempeño de sus funciones en precario equilibrio, y nos suelta, en el tono absolutamente desenvuelto de quien domina la situación y tiene a los hombres arrastrándose a sus pies:
- ¿Qué tal chicos?
- ¿¿?? - perplejidad absoluta.

Mientras mi compañero se frota y refrota la lengua por la quemadura del cigarro, ella se lanza a una farragosa explicación la mar de tonta avalada por su larga experiencia y dilatada trayectoria en materia de movimientos de almacén, y yo intento dirigirla hacia el interior de la nave, en vista de que empiezan a asomarse moscones -y a acercarse peligrosamente- para contemplar al bellezón despistado que nos honra con su visita. Ella ni se ha dado cuenta de que está haciendo el papel de caramelo a la puerta de un colegio.
Su visita dura cinco minutos empleados en observar con ojo crítico y experto que todo está patas arriba, y en hacer un par de comentarios que nos terminan de convencer de que se le ha estropeado la brújula del todo. Y por fin se va, obsequiándonos con unos besos que transfieren el color naranja de su cara a las nuestras dejándole una mancha más clara en cada pómulo.
- ¡Jooooder!- es lo único que alcanzo a decir.
Mi compañero se suelta por fin , y ríe y ríe hasta las lágrimas. Acabamos los dos, sujetándonos la barriga del dolor de las carcajadas, y entre hipidos y toses logra articular:
- ¡Ay! ¡Si es que parecía una aparición!
La imagen de la casa...

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Se me enamora el alma

Se irán ustedes a creer que paso más tiempo en el café que en el curro. Pues no, aunque lo parezca. Curiosamente el bar se llama La oficina, pero aún no me han venido las ganas de trasladarme.
Total, que llego hoy pronto al café, solico, que mi compa no ha venido: probetico, esta malísimo, él que nunca se enferma. Le duelen los higadillos de la panzaíca de cubatas que se metió anteayer y se ha ido al médico, acohonaíllo perdío. Es una hora rara esta, casi las doce, para tomar café. No hay nadie, así que me puedo dar con total impunidad al vicio del periódico sin sentir en el cogote el aliento del que está esperando a que me lo termine para leérselo él. En esto entra un tío que me suena: trajeado, con uniforme de comercial de tercera regional preferente: traje azul mal cortado, camisa rosa chicle, corbata amarillo pollo, zapatos sucillos, y un aspecto sanguíneo que delata a mil kilómetros al currante esforzado amante de los cubatas. Y un olor a loción que hace que uno se pregunte si el tío no meará también colonia. Se acoda a la barra; se lo piensa mejor y trepa a un taburete. Deja encima de la mesa su carpetilla de simil-piel y cremallera con los albaranes y esas cosas, y resopla sonoramente mientras guarda en el bolsillo de la chaqueta el cigarrillo mentolado de plástico rechupado y mordisqueado. La Sole sale de la cocina y en estas, se le ilumina la cara que parece que ha salido el sol, como en las películas de Hollywood cuando Dios le iba a hacer una revelación a Charlton Heston. ¡Qué sonrisa! ¡Qué hilera de dientes relucientes! No hay grititos, ni saludos estentóreos, ni una voz más alta que otra, ni un susurro de agotamiento, nada de compadreo de bar. Esta versión de la Sole no la conocía yo, no estaba en el repertorio. 
Aquí pasa algo, pienso.
La Sole se va acercando y cuando me doy cuenta el tío también está sonriendo con verdadero alborozo. La Sole se arrima hasta él, sin hablar ná de ná, sin abrir el pico, se le para delante barra por medio, ya colorada como un tomate hasta la raíz del pelo, y le pregunta en un susurro:
-¿Qué te pongo, cariño?
-A mil - me dan ganas de contestar por él, que se ha quedado más mudo que una trucha.
A estas alturas me doy cuenta de que estoy mirando de la manera más descarada y me corto. Vuelvo a mi periódico y oigo una voz varonil y baja pedir algo que me parece ser un café descafeinado. La Sole se va para la cafetera, como flotando, suspendida a varios centímetros del suelo, cosa harto difícil visto el tamaño de culo que gasta. Miro al hombre: sonrojado, con unas gotitas de sudor en la frente que antes no estaban allí y la mirada perdida en un limbo de alborozo y felicidad.
Sole en la cafetera. Con amorosa saña golpea el pocillo con los posos contra el cajón, donde cae toda la borra del café anterior. Con suma delicadeza acciona la palanca que hace caer el café recién molido en el pocillo y lo coloca en la cafetera. Gira la palanca con un sutilísimo golpe de brazo que remarca un alarmantemente bien moldeado biceps hasta entonces oculto, al par que voltea su cuerpo haciendo bailar sus más que generosas carnes, anteriores y posteriores, en este movimiento.¡Qué delicadeza de sílfide! ¡Cuanto amor en un gesto tan cotidiano! El silbido ensordecedor del calentador de leche se convierte en música de ángeles.
El fulano ya directamente suda y aguanta la respiración tras su sonrisa cuando Sole se acerca con el café en la mano, sin quitarle ojo, y le dice en tono zalamero:
- Toma cariño, tu café.
Molesto; sobro; estoy de más.
Dejo el dinero en la barra y me piro sin decir mu.
Para ellos ha salido el sol.




¡Ay!, que se nos ha enamorado.

miércoles, 20 de octubre de 2010

La vida huele (ii)

Ayer tuve visita, cosa rara pues por aquí no suelen acercarse demasiado los compañeros: queda lejos del centro, en el extrarradio, y hay que mover el culo de la silla, hacer un esfuerzo. Tampoco tienen motivos como para dejarse caer por aquí. Este hombre sí.

Le tenemos prestado un rincón de nuestro almacén para que guarde sus equipos de trabajo que necesitan algo de espacio y corriente. Su trabajo tiene que ver con la espeleología, sí, sí, así que suele venir en traje de faena: botas de montaña, pantalones de idem mas que viejos, camiseta vieja rozada en el cuello y de color incierto que en sus inicios debió de ser estridente  en grado sumo; forro polar bien gordo y usado, ajustado al cuerpo, que subraya la pujanza y excelente salud de esa barriga suya. Añádase que no es precisamente guapo de cara y que suele llevar el pelo grasiento y pegado a la cabeza. En fin, un aspecto un tanto desgraciao.
Es amable este hombre, pero simplón. A cualquier respuesta  antepone siempre una carcajada la mar de gilona que extraña mucho.
Luego abre la boca y empieza el espectáculo. No es que importe que tenga los dientes torcidos: yo mismo los tengo as´´i. Pero que los tenga verdes... Jamás he visto  paleta de colores semejantes en una dentadura: del verde alga al gris oscuro, pasando por el ocre y el marrón. ¡Y esos resticos de sarro y de comida!

Con mirar para otro lado sería suficiente. Pero cambiar la dirección de la mirada no evita el efluvio. Qué digo efluvio. Es mal olor, es fetidez, una fetidez animal, antigua, reconcentrada y pegajosa que te hace encoger la nariz primero y luego levantar los hombros en mudo gesto de dolor. Y al cabo te das cuenta que el olor emana de toda su persona y se concentra en su aliento. Nunca he conocido a nadie que se ajustara tan fielmente a este verbo: hiede. Es la personificación del hedor de la descomposición. Me viene a la cabeza una imagen que me revuelve las tripas: lo imagino por dentro, fermentándose y haciendo burbujitas así, blup, blup, blup, como de cocimiento de bruja, y liberando los vapores tóxicos a la atmósfera.
Este tío es el culpable, del cambio climático. Fijo.
Mi cara se vuelve mueca de espanto de cine mudo, cuando mi compañero viene al despacho y le invita a salir a tomar café con nosotros. Aprovechando que no me mira, le hago señas a mi compañero con la cabeza de que no, que no, insensato. Afortunadamente, no puede acompañarnos y tal cual vino, se marcha.
Me apresuro a abrir las ventanas de par en par y ventilar el despacho, ayudando con las manos para que entre m´´as aire. Pero su olor no es volátil: es denso, se adhiere a los muebles, a la ropa, a los bolígrafos y a los papeles. Paso toda la mañana rememorando relentes, debatiéndome entre el puro asco y la zozobra. Y esto demuestra, más allá de cualquier duda, que hay una memoria de los olores.

En cuanto llegue a casa, directo a la ducha, y la ropa a la lavadora a 90º. Y si sigo oliendo, me meto yo dentro después.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

¡Huelga!

Camaradas:

hoy he venido a currar: servicios mínimos.
Hace un día precioso de otoño: sol radiante y una luz cortante que todo lo afila en sus contornos. Debería de estar en el campo, me digo, pero estoy aquí.
Las naves de mi calle están todas cerradas y apenas hay coches ni aparcados y menos circulando. La impresión es la de un domingo de agosto pero sin la caló, lo que hace la jornada absolutamente incongruente.  A ratos de oyen voces por la calle, gritos airados y carcajadas. Me abstengo de asomarme no vaya que sea un piquete convencitivo que tenga la feliz idea de sacarme a rastras de mi puesto. Gallina que es uno.
Con el paso de las horas, me doy cuenta de que se apodera de mí la sensación de estar siendo acechado. Cada vez que pasa un coche, o que se oyen voces, me encojo en mi silla, me siento intranquilo y ese sentimiento se va haciendo más y más grande. No asomarme me acaba pareciendo una táctica equivocada: no hace sino alejar se mi la presencia de la amenaza -real o no- y al convertirla en lejana la hace más ominosa y enorme. Decido salir para ver si un café consigue romper el maleficio. El bar de la Sole: cerrado; mi restaurante de de cuando en cuando: cerrado. Sólo me queda acercarme al hotel del polígono. Quizá esté abierto. Lo está y lleno a reventar. Alivio de ver gente y de oír voces. Sin embargo el ambiente no es relajado ni distendido, no hay prensa ni deportiva,  y sí un mirar de soslayo generalizado, un comportamiento casi furtivo, caras graves. El café me sabe mal; lo dejo a medias y me vuelvo.
Camino por las calles casi desiertas y en silencio, mirando hacia atrás intranquilo de cuando en cuando,  como si no quisiera que nadie me sorprendiera poniéndome la mano en el hombro. Cuando miro hacia adelante, pongo cara de duro dispuesto a vender caro su pellejo. Me acuerdo de Gary Cooper; qué hombre aquel.
De algunas naves, cerradas a cal y canto, salen ruidos de trabajo. La amenaza invisible me vuelve a acogotar. Me estaré volviendo paranoico. Eso debe ser.
Mañana pido la baja...

jueves, 23 de septiembre de 2010

El apilador

Cuando nuestros nuevos vecinos de nave se instalaron, todo fueron sido mieles. Tras mi primer encuentro con el porteño verborréico -Eduardo se llama, jefecillo de su almacén como yo del mío-, me puse a su disposición para facilitarle lo que necesitara mientras se instalaban.
Primero fue la luz: que si me puedo enganchar, que tenemos que hacer agujeros y todavía no nos han dado el alta; luego que si una broca del 8 que nos hemos cargado la nuestra y a esta hora a ver quien encuentra algo abierto; después que si un rollo de precinto. Sin problemas; todo sea por la buena vecindad. Fueron dejando su negocio operativo, montaron cámaras frigoríficas, amueblaron el local, les dieron el alta en el agua y en la luz y ya parecía que iban a empezar a recibir mercancías. Después vino el del aire acondicionado, que era el detallito que faltaba, y para colgar la máquina en la fachada nos pidieron el apilador que usamos para subir y bajar palets de las estanterías. Ningún problema tampoco, aunque empezaba a molestarme el sesgo de excesiva familiaridad que la cosa iba tomando. Finalmente les llegó la licencia de apertura y empezaron a meter mercancía. Charlando un día con el porteño, le pregunté cómo se las iba a apañar para descargar los camiones sin carretilla, torillo, apilador o lo que fuera.
- Está todo pensado, sabés. Los camiones vienen con plataforma abatible.
- Pues vale.

Al día siguiente de aquella conversación tocan a la puerta y con aire amable me pregunta uno de sus acólitos que si le puedo hacer un favor grandísimo prestándoles el apilador un rato. Claro, por supuesto, y cuando termines me lo devuelves. Por supuesto que sí.
La cosa empezó a coger fuelle y nos lo pedían varias veces al día, o sea cada vez que venía un camión sin plataforma, que eran la mayoría... Siempre lo devolvían puntualmente, pero con un punto de fastidio; como si tuvieran un derecho adquirido sobre la máquina, ni que la hubiéramos pagado a escote.
La última ya fue la gota. Vuelven a pedir el apilador, con algo de corte, mucha educación y ceremonia para compensar, en vista de las malas caras que ya no nos cortábamos en mostrar.
- Llévatelo, pero no le descargues la batería que estoy esperando un camión.

 Nada, nada, sin problema. Llega mi camión y todavía no lo han devuelto. Algo mosca se acerca mi compañero a pedirlo,  y al ver yo que no vuelve y el camión está en nuestra puerta esperando, me acerco a ver qué pasa. Oigo voces. Entro. El apilador está en un lado, y no hay manera de ponerlo en marcha. Mi compañero está intentando todo lo que se le ocurre y pegando voces santamente cabreado, rodeado por cuatro operarios con acusado aspecto de borderline: si no se puede poner en marcha el motor, no hay manera de mover sus cerca de 1000 kilos; y el motor dice que nones.
Y el camión esperando en nuestra puerta. Como no hay manera de tirar del artefacto, decidimos descargar el camión a mano y pedimos a nuestros amables y limitados vecinos una manita por favor, que entre nosotros dos y ellos cuatro lo hacemos en un pis pas. Nos miran con cara de póker primero, para declinar después nuestra amable invitación. Que están muy ocupados, que no pueden entretenerse. Evidentemente Eduardo, el jefe, no está, y no puedo recurrir a presionarle a él, para que imponga su autoridad. Me cabreo y mi compa más. Nos vamos y como dos machotes descargamos el camión bajo la atenta mirada del conductor con prisa por irse.
Fin del episodio.
Pues no.
Quedaba la máquina por recuperar. Me lío a buscar el teléfono del servicio técnico, a informar a mis jefes que el cacharro va a costar una pasta en reparación, y en esas llaman a la puerta. Eduardo el porteño, que viene a devolvernos la máquina, seguido de sus currantes que se parapetan tras él. Sorprendentemente, funciona.
Eduardo empieza a reírse de medio lado y a mostrarnos cómo ha hecho él lo que nosotros no hemos sabido: resetear la máquina.
- Hacés así, bajás el mástil, pulsás esta combinación de teclas y listo.
Y se ríe el muy cabrón, y los acólitos detrás de él más, tan contentos y sonrientes. Quedamos como un par de gilipollas, silenciosos como merluzas y con cara de pocos amigos.
Aprovecho para dejarle caer que nos hemos tenido que descargar un camión entero a mano y que sus colegas han pasado olímpicamente de echarnos un capote. Se zafa como puede y se larga.
- Les va a volver a prestar la máquina su puta madre -dice mi compañero.
- Me parece que ha quedado muy claro.
Y aquí se acaba la cosa.
Pues tampoco.
Dos días después, vuelven a llamar a la puerta. Es Eduardo, con prisas, que viene cargado con dos bolsas. Me dice que su jefe le ha dicho que nos diga que gracias por prestarnos la máquina y que, claro, con estos chicos hay que tener un detalle, y que toma un obsequio para compensaros, unos vinos de nada. Se da la vuelta y se marcha apresurado dejándome con las gracias en la boca y las bolsas en la mano. Me voy para adentro y mi radar detecta una incongruencia: ¿cómo siendo botellas de vino no suena a cristal chocando? Me temo lo peor. Miro el contenido de las bolsas:























Mecagüentó.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Ars Melancholiae

Cualquier ejemplar de clase media, en este caso yo mismo, tiene derecho a sus días líricos y melancólicos. No es privilegio de los vates, por más que a estos les asistan el decoro lingüístico, la precisión, la exactitud y la capacidad de transmitir emoción en la descripción de su ensoñación, que los dioses han negado, con gran injusticia, al común de los mortales. Claro, si no fuera así, todos seríamos poetas y entonces ¡qué hiperinflación lírica! Aún así, qué gran injusticia. (Y aún así, ¡qué cantidad de poetas!). Así que la gran mayoría tratamos de croar con más o menos afinación nuestras impresiones, dudas y certezas, con la absoluta certidumbre -al menos los que no padecemos del ego, o padecemos, pero no gravemente- de que nadie va a leernos.
Bueno, esto no es exacto. A los más queridos los leerán sus amigos y familiares, y los animarán y adularán y jalearán. Craso error: es el más recto camino a la terrible dolencia del ego. Y atención: no hay Ucis que valgan para semejante patología, ni quimioterapia ni cirugía para semejante bulto. Y como en toda enfermedad devastadora y de largo recorrido se viene a olvidar que los efectos secundarios, que suele padecer el entorno, son casi tan o más destructivos que la propia enfermedad. Así que la bienintencionada y sentimental adulación es en realidad una trampa de la que aconsejo a todos esos familiares bienintencionados, desde la sapiencia y luces que me brindan mi atalaya y gran experiencia, abstenerse o hacer uso discretísimo, por el bien de sus allegados (y por el suyo propio, claro).
Tras esta asombrosa cura en salud, vamos al lío, campeón, como dice el camarero del restaurante en el que de vez en cuando me quedo a comer.

Hoy siento que no debería de estar aquí, en este cochambroso polígono, viendo  desde mi ventana tristes naves con gentes que se afanan para alimentarse y alimentar la rueda que no ha de cesar de girar, perros cabizbajos que deambulan con el abandono asomándoles por los ojos, sucias aceras y calles rotas, grises farolas que sólo a la noche reviven impregnándolo todo de más tristeza con su charcos naranjas; enormes camiones maniobrando como si en ello les fuera la vida; gente desaliñada, panzuda y fea que en nada se parece a la que habita al otro lado del televisor.

No; hoy no debería de estar aquí.

Hoy debería de estar desnudo al final del malecón, bajo el sol de septiembre, viendo el interminable vaivén del agua, mientras el aire me baila y me arropa, y los grandes barcos lejanos se alejan ávidos y ciegos en su determinación, hacia la  promesa de otros puertos.

Hoy debería de estar vivo.

Ustedes ya me entienden.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Balance de situación














Me lo temía.


Lo de la Sole no son las tácticas empresariales.
Estos últimos días se la nota medio cabreada, molesta y más seria de lo habitual. No sé por qué, la verdad, todo parece ir más o menos igual de regular: los mismos clientes de siempre, el mismo ajetreo discreto, con sus picos. Ah, pero es verdad que hay una diferencia: la gente pregunta mucho por la niña. Demasiado. Con un punto de cachondeíto que a la Sole no le gusta ni mijilla, con rintintín vaya. Imagino que no le hará ni puñetera gracia que muchos de los clientes, a los que trata con cariño maternal, se le hayan convertido en buitres, más pendientes de las carnes de la niña, porque no creo que se interesen por sus meninges, algo vacías la verdad, que de hacer algo más de gasto como sería de desear.

Hoy voy tarde al café. Me he liado con unas cosas y entre pitos y flautas y hasta que el estómago no ha empezado a rugir, no me he acordado. Bueno, mejor; a esta hora no habrá nadie y le podré echar un vistazo tranquilo al periódico. Nada más entrar: chunda chunda chunda chunda. ¡Joooder, qué susto! Miro y remiro por si me he equivocado. No, es aquí. Suena el chundachunda a toda pastilla, la barra, petada de canis, la mayoría pelopiña o cenicero, pendientes, tatuajes, pantalones cagaos unos, pitillos otros, camisetas de tirantes ellas y ellos, luciendo carne morena, y algún que otro despistado con mono de trabajo. El mayor no tendrá ni veinte añitos.
Trato de acercarme a la barra y al ver que no lo consigo me doy la vuelta para irme. Justo en ese momento la voz de pito de la niña Sole me pregunta, a gritos y por encima de la música y el ruido de las conversaciones, que qué quiero. Le pido, trinco mi café y me retiro a una mesa vacía. Todos en la barra, cascando, riéndose a carcajadas y compartiendo refrescos. En estas asoma la Sole con cara de cabreo y empieza a meterle a la niña una bulla de aúpa: que si baja la música que me estás volviendo loca perdía, que los vasos están sin fregar, que la cafetera está sucia, que qué es eso de estar ahí de palique con la de trabajo que hay... Asisto desde mi rincón a la bronca. Los chavales ni inmutarse. Suelta una voz anónima que sale de alguna parte de aquel rebaño:
- ¡Copón como hon las máes! ¡Hiempre 'ando por culo! En cuantico que'ta uno a gustico, ¡zas!, a dar por culo. Que paé que no haben hacé otra coha.
- Di que hi colega, que estamos de máes hasta la papaya - apostilla otra voz, femenina ésta.
Grandes cabezazos de aprobación entre la concurrencia. Y entonces sucede. La Sole (madre), quita la música, sale de detrás de la barra, se planta en jarras en mitad del bar y empieza a chillarles a los "clientes" totalmente fuera de sí. Les dice de todo menos bonicos, les mienta a la madre, al padre, a la abuela y a la leche que les dieron. Ellos, como quien oye llover y la Sole desmelenada como una hidra. ¡Oh estampa mitológica! Se hace el silencio; yo con la cucharilla en alto, espero.
- Ámonos colegas, que azín no se pué viví.
Van saliendo los chavales del bar. Y a la niña lo único que se le ocurre decir con voz de fastidio es:
- Jo, mamá, acabas de perder un montón de clientes.

 Ambas se meten en la cocina. Me he quedado solo de repente en el bar. Suena un cachete seguido de un grito. Apuro mi café, dejo el dinero en la barra y me voy raudo. Por si acaso sigue el reparto.

jueves, 19 de agosto de 2010

Volver

Volver, no con la frente marchita sino del verano, es una experiencia que vengo repitiendo desde que tengo el mal hábito de trabajar y que, año tras año, misteriosa y milagrosamente, me produce las mismas sensaciones. Pero sobre todas, una: la fascinación, la incomprensión al encontrar las cosas tal y como las dejé antes de marchar. El tiempo se ha congelado aquí, se ha plegado, no ha transcurrido, todo está limpio e igual de desordenado. Busco con afán cualquier signo de su paso: una acumulación de polvo, cristales sucios, trabajos completados, insectos muertos al pie de la ventana, telas de araña en alguna esquina, algo cambiado al fin. Nada de nada.
Claro: esto ha sido obra de la señora de la limpieza; luego recuerdo que se despidió de mi unos días antes de irme yo y que me dijo que volvería después. Me hubiera ordenado la mesa para que luego no encontrase ni un papel. Así que no ha sido ella.
Trabajar solo no es incorporarse a una maquina en marcha, sino ponerla uno mismo en marcha cada día, activar el tiempo, me digo. Pero siempre acabo llegando a la misma conclusión: durante unas semanas mi despacho se ha convertido en una cápsula del tiempo desafiando cualquier ley de la física que yo haya podido aprender en el colegio.
Rebusco precedentes: abrir la puerta de casa tras el mes de vacaciones infantiles, y la incredulidad que se va acentuando en los primeros paseos por los pasillos y las habitaciones, cubiertos los muebles con sábanas, atento a cualquier rastro que el tiempo hubiera podido dejar a su paso y la posterior perplejidad al no encontrarlos. Volver al aula de la escuela,  levantar las persianas, y ver que todo está como estaba, los lápices y los cuadernos en sus pupitres, la pizarra sin borrar desde el último día, que el lapso de dos meses no ha sido tal, que no ha existido.

La impresión, ya digo, es grande y la incomprensión aún mayor al aceptar mi propia conclusión. Porque el sueldo me ha seguido llegando y eso quiere decir que quien me paga ignora que aquí dentro no hay tiempo. Imagino entonces qué pasaría si me quedara de vacaciones dentro del despacho; ¿el tiempo tampoco transcurriría para mi, o sólo se suspende el tiempo en ausencia de testigos?¿Y si me decido un año y lo hago y no llega el sueldo a casa? Y ¿cómo iba a explicar yo esto en casa sin que pensaran que tengo una pedrada?

- Que me voy de vacaciones al despacho...


Mi afán exploratorio no llega hasta el extremo de intentar hacer la prueba, y además ya he gastado todas las vacaciones que tenía. Lo pospongo para el año próximo. Así que después de quedarme parado delante de la ventana, rumiando estos y otros pensamientos de sesgo melancólico, decido irme a tomar café, más que por el café, por informarme de lo que ha transcurrido durante estas semanas fuera de estas cuatro paredes.

domingo, 8 de agosto de 2010

Rosas en el mar


   Hace unos días que falto del curro. Cosas de la edad, digo cuando me preguntan, para esquivar el tema, y me limito a seguir sufriendo en silencio. Que piensen que estoy deprimido. Eso siempre da un punto interesante: la gente te imagina toda clase de sufrimientos y torturas del alma, así, en plan romántico, y lo asocian con tener una vida rica e interesante. Pena, penita, pena. Sí, ya, pena; lo que pasa es que no tienen ni puñetera gracia los picores en salva sea la parte.

   La sola idea de verme sentado en mi sillón de oficina, tan confortable él, me da escalofríos. Y luego todo el trabajo de tratar de disimular el picor ‒-cuando no dolor‒ vergonzante. Y digo yo que no sé por qué ha de ser vergonzante, si el culo es igual para todos. Imagino que tendrá que ver con las asociaciones de ideas que impulsa; o con el reflejo de solidaridad en el dolor, como cuando a un jugador de fútbol le dan un balonazo en sus partes y automáticamente los hombres  presentes se encogen participando de manera involuntaria en aquel dolor. ¡Hermoso ejemplo de fraternidad humana! Masculina más bien, porque las mujeres de esto no hablan y yo estoy convencido de que la fórmula “sufrir en silencio” es de autoría femenina. Así que, ¿cómo voy a aparecer por el trabajo si no voy a poder sentarme en toda la mañana? No digamos ya en el bar de la Sole, yo, que soy el tonto de los taburetes, hasta para tomarme un café rápido.

   Ay, qué situación; tener que dar explicaciones en voz alta para toda la parroquia, que si las das en voz baja y tratando de disimular, va la Sole con toda su buena voluntad y generosidad, y lo radia para toda la concurrencia con ese vozarrón tan femenino que gasta, y no por cotillear que quede claro, sino para que todos se solidaricen con uno en su aflicción. Así de grande tiene el corazón la Sole.  
O que me pregunte mi compa que por qué ando todo el día de un lado para otro, como un alma en pena a ratos, y a ratos como si me acabara de bajar del caballo, y no me siento en mi puesto. De ninguna manera me parece tolerable la humillación de tener que dar razones, ni siquiera en potencia. Así que, contra mi voluntad ‒y es que en casa me aburro un taco, yo que no soy lector; y los programas que ponen de mañana en la tele no molan, ni soy lo suficientemente rico para pagarme un plus‒, me quedo en casa, tumbado en la cama y procurando moverme lo menos posible. Y rogando para que bajen un poquito las temperaturas y por fin consiga dejar de retorcerme encima de la cama como un gusano con almorranas.

martes, 20 de julio de 2010

Cave Canem

      Esta mañana voy de buen humor, casi contento, y a buen paso, entro gallardo en la nave. Me sorprende la ausencia de ruido: no se oye la radio a toda pastilla, ni a mi compañero silbando o cantando a voz en cuello cualquier copla o flamenquería de esas que tanto le gustan, mientras rebusca entre los palets o carga y descarga la fragoneta. Es extraño este silencio y deduzco que no ha llegado. La furgoneta sin embargo sí está. Ando hacia el fondo de la nave y lo llamo. Me contesta. Sí está, medio oculto entre unas cajas. Me acerco, y siguiendo el ritual de todas las mañanas nos saludamos y vemos el trabajo del día. Hay algo cambiado en él y lo lleva escrito en el rostro. Está serio, tiene los ojos enrojecidos y bolsas, está extrañamente seco. Le pregunto si va todo bien y responde afirmativamente. Deduzco que está disimulando y que no me quiere contar que ayer estuvo de fiesta hasta las tantas y que la cosa debió de acabar mal. No insisto y me voy a mi despacho.
Transcurridas las primeras horas de la mañana, salimos a tomar café. Camino de Chez Sole, apenas hablamos, ni siquiera para comentar el partido de fútbol de ayer. Su seriedad y silencio me contagian, y dejo de hablar yo también. Es inútil cualquier esfuerzo por levantar el ambiente.
Acodados a la barra, sigue el silencio, espeso. Me entretengo en darle vueltas al café mirando fijamente la taza.
Sole le interpela:
-  Mu callao estás tú hoy.
Su contestación es un lacónico sí, sin la franca sonrisa habitual, sin mirar a los ojos. Sole me mira y me hace un gesto de extrañeza. Alzo los hombros sin saber muy bien qué decir. Y yo sigo dando vueltas a mi café, más despacio, exasperantemente despacio, como si fuera nitroglicerina y cualquier movimiento brusco pudiera hacerlo explotar. La cosa se prolonga unos minutos hasta que vuelvo la cara hacia él y, asombrado, veo un lagrimón rodar por su mejilla. Suelto el café y con toda la dulzura que puedo le pregunto qué le pasa.
-  Mi perrillo...ayer...al salir del garage marcha atrás...es..era tan chico que no lo vi...mi perrillo. ¡Con lo que yo lo quería! ¡Con lo alegre y salao que era!
Y lo dice fijando la mirada en un punto de la pared del que cuelga el resultado de la porra de la peña de fútbol. Un tiarrón como él tratando de no venirse abajo como una lechuga pansía.
Yo asiento y sigo dándole vueltas a mi café, con un nudo en la garganta, sin ensayar siquiera un leve gesto de cariño que sé inútil.

miércoles, 16 de junio de 2010

Tácticas empresariales

Sole lo intenta todo para no cerrar el bar y caer en las garras del paro. Primero fueron los platos combinados tirados de precio. Nada. Luego las megatapas por un euro. Pedías una cerveza a la hora del aperitivo y te ponían un plato lleno de lo que hubieran guisado ese día. Craso error. En cuanto la gente se dio cuenta, venía a la hora de comer, pedían dos cañitas, y por el precio salían más que comidos. Tampoco funcionó. Su última apuesta ha sido de otro cariz.

El otro día entramos a tomar café y en vez de las formas rotundas y exuberantes de la Sole y su maternal sonrisa, nos encontramos detrás de la barra con una post-adolescente escuálida, de sonrisa forzada pero agradable de ver, con un escote de vértigo que enmarca, pero poco, un par de tetas de campeonato. La margarita tatuada en la pechuga izquierda le da un punto de ordinariez fastuoso. Mi colega y yo nos miramos y nos sonreímos alzando las cejas. Sale la Sole de la cocina y procede a las presentaciones formales.
-Hola chicos. Está es Sole, mi hija, que va a venir a echarme una mano.
Se oye un vozarrón desde el fondo del bar:
-¡Una mano le echaba yo!
Risotadas en la concurrencia y la niña, que hasta ese momento no había abierto el pico y parecía muy modosita, va y suelta:
- ¡Ya te guardarás, cacho guarro, si quieres conservar tus partes enteras!
Nos quedamos todos como acalambrados, con los pelos de punta y el vello igual. ¿De dónde sacará la sílfide semejante voz de pito que te taladra como una tiza en la pizarra y es capaz de sobreponerse al ruido de la cafetera y el molinillo de café juntos?
El caso es que ha quedado meridianamente claro. Se mira, pero no se toca; y bromitas ni una.
- Pues encantados de conocerte- le contesto.
Se da la vuelta sin contestar y se pone a trastear. Mi compañero le pide un vaso de agua con el café y ella se inclina en el arcón frigorífico –casi mete medio cuerpo dentro- para sacar una botella, justo delante de nosotros, y con toda su inocente intención nos expone sus encantos en bandeja. Miro a la Sole (madre) y veo que se sonríe. Me pongo colorado y vuelvo la vista a la barra. Todos miran, pendientes de los pectorales de la niña.
- Niña -le dice mi compañero, con cara y tono de disgusto-; el vaso de agua sin teta, por favor.

jueves, 22 de abril de 2010

Conversación en la catedral

Carapicha y Ruano son dos currantes de Juan, quien, como ya dije, fabrica cocinas justo enfrente de mi. Vamos, que lo veo desde mi ventana. Y estos dos son sus machacas: look kaleborroka, pendientes, flequillo desmochado uno, cresta el otro, delgaduchos y veinteañeros suburbiales, un puntillo malencarados, pero simpáticos cuando te conocen. En esto son igual de insoportablemente formales que los ingleses de las novelas: si no te han presentado no existes, aunque ellos no se dedican a ignorarte activamente, sino que son provocones y si te pueden asustar un poquillo con sus pintas no desperdician la ocasión. En fin, choricetes de tierno corazón que se ganan la vida honradamente. Y en un sentido, son currantes clásicos. Se traen un bocadillo de casa en la tartera, ajustado al estandar poliganero, o sea de barra entera, con su cerveza y la naranja o el plátano de postre; el bar ni lo pisan, que son muy mirados de lo suyo.
Los días de sol, cruzan cansinamente la calle hasta el portón de mi nave buscando la recacha, y allí se plantan en el suelo, apoyados en la chapa caliente, con todos sus arreos -hasta un mantelito de cuadros les vi un día-, a comer y poner cara de lavíncolegaqueagustico. Justo debajo de mi ventana.
Me gusta oir sus conversaciones cuando se están liando el cigarrito, o el porrito de después, los psshhht de las latas de cerveza al abrirse, la sensación de pereza y de descanso bien ganado que transmiten. Igual yo me equivoco y son unos flojos profesionales; el caso es que nunca he oido a Juan quejarse de ellos ni gritarles con cajas destempladas.
Con Carapicha tuvimos, o más bien, tuvo mi compañero un enganchón por cuestiones de aparcamiento, como ya conté, pero como son todos buena gente que se sabe condenada a llevarse bien por aquello de la buena vecindad, la cosa ya está olvidada. Por supuesto nunca me han hecho ningún comentario. Al contrario, si no ven a mi compañero por aquí, me suelen preguntar cariñosamente por él.
- ¿Ande está el compañero que hace días que no aporta por aquí? ¿No estará malico?
- No que va; está con días libres.
- Lavin, que potra. Eso es como la regla de las tías. Cada mes, ¡pon! días libres. Ya nos podía pasar a nosotros, ¿verdad tú que sí Ruano?
- Pos ya te digo.

Los ví salir el otro día de su nave y cruzar para venir a apalancarse en la recachica que ya es de su propiedad. Al poco, se sentaron y por los ruidos deduje que sacaron las vituallas: tarteras que se abrían,  papel de plata al desenvolver los bocatas. Comenzaron a comer en silencio, entre algún ocasional suspiro de satisfacción.
- ¿De qué eh er tuyo?
- De tortilla con bacon, queho y lechuga.
- Pos hoy mi madre sa lucío. M'a hecho un bocata de lomo y no lachao ni mayonesa, ni tomate, ni aceite, ni leches, ni ná.
- Ni pollas.
- Eho. Ni pollas. No hay quien he trague esto de sequísimo que está. Que s'añurga uno, cohones.
- Pos pégale un trago a la birra.
- Pos es que ni con la birra, colega.
- Pos tíralo.
-¡Que lo tire dice! Será tontopollas. Vi a tirar yo un bocata que me ha hecho mi madre. Con tó su amor. Cuchi er niño apollardao, las cosas que dice.
-Pos no te quejes
-Pos me quejo por que me sale de los güevos.

Silencio. Ruido de masticaciones. Silencio. Más masticaciones. Silencio.
Un eructo brutal, inhumano, expresión de lo más hondo y racial que por aquí habita,  rompe la paz del momento. Le sigue una carcajada.
Fin de la conversación.

jueves, 15 de abril de 2010

Imbéciles oriundos

Acabo de regresar de una visita de trabajo al país vecino, y claro, estuve en un polígono.
Rotondas en los cruces importantes, césped, arbolado, buena señalización, planos del lugar cada poco, calles amplias con  hermosas zonas de descarga para camiones y aparcamiento para vehículos.
Y sobre todo una limpieza y un orden que me pasmaron. Poco ruido y poca gente por la calle. Se trabaja de puertas adentro y las puertas están cerradas. Se trabaja contra el mundo, no en el mundo. Un paraíso para las mentes cuadriculadas con voluntad de perdurar, como los monumentos.
Aquel lugar, a ratos recordaba más a Wisteria Lane,  y a otros ratos, a un parque en el que una horda de arquitectos posmodernos enloquecidos hubieran dado rienda suelta a sus más bajos instintos.
Imposible evitar la comparación en la que, no hay que decirlo, mi poligonillo queda bastante perjudicado.
Estuvimos comiendo en uno de los restaurantes locales y aquí, sí hay que decirlo, según los estándares de mi refinadísimo paladar de a 8,50€, los perjudicados fueron ellos.
En el rato del café, me puse a meditar: lo nuestro con el orden urbanístico, con la limpieza, con los servicios, ¿es de nación o es pura perversión? ¿Es que los españoles somos así, o sólo los de aquí o sólo los del mediterráneo? Y si en estas cosas fuéramos como ellos, ¿dejaríamos de ser nosotros? Cuestiones de alta gravedad según se ve.
Andaba yo cavilando hasta que me preguntaron y comenté lo que andaba rumiando.
Al principio me miraban muy concentrados y con una media sonrisa conmiserativa. Estos pobres españoles, casi africanos. La hemorragia de condescendia me llenó la pechera de la camisa de salpicaduras: está bien lo vuestro, me decían, es exótico, pero como esto no hay nada. Para ellos no era más que media ración de conmiseración, para mí, un puchero completo. ¡Qué manera de sacarle brillo a su identidad! Y yo todo el rato acordándome del estribillos de la canción de Brassens , “Los felices imbéciles oriundos” (la traducción del estribillo es mía).
En fin que yo hablaba, me preguntaban y contestaba y el peso de la conversación recaía casi exclusivamente en mí. Qué más da, decían, un lugar de trabajo es un lugar de trabajo. Sí, pero... etc.
¿Por qué será entonces que le tengo hasta cariño  a este amorfo amontonamiento de naves, a cual más fea, en el que trabajo?
El caso es que esta mañana al salir al café en chez la Sole, me he dado cuenta de algo muy simple: hay gente por la calle, se oyen gritos, bocinazos, hay movimiento y desorden, el sol brilla alto y hay una luz deslumbrante. Hasta creí oler el aroma lejano de un espeto de sardinas.
Pura vida.

P. D. ¿Me estaré transformando yo también, en un oriundo imbécil, y tan feliz de serlo?

viernes, 19 de marzo de 2010

Cifras y letras

Estaban todos en su esquina habitual de la barra tomándose el cafelito y la copa, entre risas y comentarios; y es que estos chicos de la desratización son muy vocingleros, supongo que para compensar la concentración y el silencio de pasarse el día poniendo trampas para ratones y persiguiendo cucarachas bailaoras. Yo estaba acodado a continuación de ellos, en el único hueco que quedaba libre, intentando leer el periódico mientras sorbía mi café con estudiada imperturbabilidad. Evidentemente resultaba imposible atender al periódico debidamente: su conversación me entraba por el oído derecho, como un clavo. Lo que podía entender de su conversación, claro, porque casi todos tenían un acento cortijero cerradísimo.
 Nada apasionante: fútbol, mp3, el feibú, que sí me he comprado unas llantas nuevas para el buga, que si mi prima la Juani se ha endivorciao,  y todo así..
Pasó un ángel y conseguí meterme en el periódico. Entonces, en el silencio cristalino del momento, dijo uno de ellos en voz alta y  con sincera pena:
-So habéi enterao que sa muerto Miguer Delibeh, ¿no?
A lo que otro, le contestó:
-Cúsha la poya. Hiempre he mueren lo mehóre. ¿Y ahora quien va llevá lo de la conomía éha?
- ¿Qué íces illo?
- ¿Pos no ja muerto?
- Claro, illo. ¿Pero que tié que vé con la conomía?
-¡Coño! Pó eh el del Ibeh éhe, ¿no? Migué del Ibeh (Ibex), ¿no?
La carcajada que me sube de lo hondo y me pilla con el café en la boca se convierte en un golpe de tos que me atraganta y empiezo a toser como un ensogado, mientras se me sale el café por la nariz. Las risotadas se oyen por todo el bar y la Sole, detrás de la barra, se dobla en dos.
- ¡Animáaaa! ¡¿Ande habrás jecho tu la EGB?!- le grita uno de sus compañeros con toda la guasa del mundo.
- ¿Ande quiereh que la fuera esho? – apostilla otro.- En las cabras de hu agüelo.

Se van apagando las risotadas y dejan paso a los comentarios, mientras alguien le explica al sujeto de marras su error. Entre toses alcanzo a ver que su cara de perplejidad se va poniendo cada vez más colorada, hasta que opta por desviar el bochorno sumándose al coro de risas. Aún le queda tiempo de rezongar, antes de salir:
- Y yo que poyas vi a sabé...

Ay Milana, Milana bonita.

lunes, 8 de marzo de 2010

Vecinos

Parece que la nave pareada a la nuestra va a ser ocupada en breve. Llevo varios días viendo como el dueño saca materiales pero no he tenido la curiosidad de preguntarle. Hasta el momento la estaba usando como auxiliar para almacenar lo que no le cabe en su flamante almacén de cuartos de baño, además de un par de coches de época que me enseñó una vez muy ufano.
Esta mañana me encuentro a los de la luz, arreglando cosas dentro de esa nave y a un señor, carpetilla bajo el brazo, supervisando atentamente. Por su concentrada apostura, la de quien quiere hacer ver que sabe lo que se trae entre manos pero no engaña a nadie excepto a sí mismo, deduje que se trataba del nuevo inquilino. Se gira, me ve y se dirige hacia mí con aplomo. Me quedo parado y espero. Se me acerca con una sonrisa que quiere ser afable y me tiende la mano.
- Tanto gusto, ché. Soy el nuevo ocupante. ¿Vos sos mi vecino?
- Eso es. Para cualquier cosa que necesites ahí me tienes
Entonces empieza una perorata porteña, todo sonrisas y gesticulaciones exageradas, y me cuenta qué empresa es la que se va a instalar, a qué se dedican –alimentación refrigerada-, cuando esperan empezar, sus cuitas para que le den el alta en la luz y el agua. Me pregunta por los cubos de basura, por la seguridad en el polígono y por mil cosas más que no recuerdo. Ni una me deja meter en su monólogo. Son las ocho de la mañana y el discurso que acabo de recibir me anonada. Qué poca piedad tienen algunos. Me zafo como puedo de tal hemorragia de simpatía y verbosidad y me retiro a mis cuarteles.
Al rato pienso que me lo ha dicho todo de él, menos su nombre. Y caigo en que tampoco yo le he dicho el mío. Pues empezamos bien.

martes, 16 de febrero de 2010

Una de santos

Hoy amanece el polígono empapelado. En casi todas las puertas han pegado primorosamente con fixo cartelitos de tamaño cuartilla a dos colores que veo desde el coche mientras estoy detenido en un stop. Llego a mi nave, aparco y me acerco a mirar el que también está en nuestra puerta. Texto por arriba en torpes mayúsculas, texto por abajo, más apretadito. En el centro una cara terrible de color amarillo: la cara de Dios.
El texto principal, de color blanco contra el fondo azul pálido: CURSO DE CRISTIANDAD.
Esto sí que no me lo esperaba. Cambia un poco de los cursos para convertirse en eficiente carretillero, o de los anuncios de recogida de residuos peligrosos, o papel, de las invitaciones al puticlú vecino. Leo el texto informativo en el que se detallan lugares y fechas y constato que se celebrará, aquí, en el polígono –da la dirección de una nave- los viernes por la tarde a partir de la semana próxima. Rebusco tratando de averiguar quién convoca: Iglesia de los Santos de los Últimos Días, o sea los mormones.
¡Los mormones! Jo. Y dan un curso. Y gratis.
Voy a enterarme de cuantos años dura y si se ajusta al Plan Bolonia porque siendo así, luego habrá un Master, fijo. Y tal y como está la cosa es mejor tener un título aunque sólo sea para el currículum y sin tener que pedir becas, oiga. 
Y lo que viste un título firmado por Joseph Smith o José Smith, que es santo americano. 
Dura competencia le ha salido a San Pancracio (patrón contra falsos testigos y falsos testimonios, contra perjurio, niños, calambres, espasmos, dolores de cabeza; y más).
Señor...

viernes, 22 de enero de 2010

Prohibido aparcar



-         ¡Ya estamos otra vez!
-         A ver si te crees que el sitio es tuyo.
-         ¡Pero criaturica de Dios! Si lo único que te estoy diciendo, y te lo he dicho ya mil veces, es que te eches un poquito más para allá y que no me aparques en el portón, que no puedo sacar la furgoneta.

Prácticamente a diario se venía repitiendo esta conversación. Un currante de la nave de enfrente nos aparcaba su coche de tal manera que aunque pareciese que dejaba libre el portón, nuestra furgoneta no podía salir. Mi compañero le avisó cuarenta veces; de buenas maneras, amable, paciente, tratando de convencerlo, amenazando con llamar a los municipales; de todo intentó.
El tipo es verdaderamente un borde, de los que hacen todo lo posible por aparcar en la puerta aunque sea en triple fila y aunque veinte metros más allá haya un montón de plazas.
Yo me divertía bastante con los comentarios que me hacía mi compañero en privado y que, por supuesto, nada tenían que ver con el tono amable -a pesar de su voz ronca y el aspecto de conmigo no valen bromas que le da la barba cerrada que gasta- que utilizaba para dirigirse al desaprensivo: menudo cabronazo, un desalmado, eso es lo que es –¡hallazgo sublime! -, que le viacortarlosgüevos, le viarrancarlasasaúras y se las viaechálosperros, le viarrancarlacabeza, me cagoentodasunación, y así.
En el fondo es un hombre conciliador, mi compañero, dialogante aunque algo bruto, pero sobre todo noble, muy noble.
Pero un día que nos volvimos a encontrar el coche, esta vez en medio del portón, lo vi demudar la coló, soltar el cúter que tenía en la mano, y sin un aspaviento ni una voz más alta que otra, salir a la calle muy decidido: realmente la ofensa había alcanzado ya un grado intolerable: el de injusticia. Y entonces sí que me asusté.
Lo seguí por si acaso, aunque a una distancia de seguridad, que no quería yo para mí ninguna bala rebotada. Se fue a la nave de enfrente y entró en busca del desalmado aparcador que en ese momento se dirigía hacia la calle. Lo paró y le habló en voz baja. Cinco o diez segundos, no más.
El otro se dio la vuelta, salió a todo correr mirándose la punta de los zapatos –ay, ay, pensé, ya se ha liado-, se montó en el coche sin decir nada y lo cambió de sitio.
Mi compa y yo nos fuimos a desayunar. Le pregunté:
-         ¿Qué le has dicho? Porque el tío ha salido escopetado.
Y mirando al frente, así, con una sonrisilla de medio lado, como quien se avergüenza de una hazaña, me contestó
-         Pues nada. ¡Qué pollas le iba a decir!. Pues lo que le tenía que decir. Valiente joputa.

Y ahí quedó la cosa.
Nunca ha vuelto a aparcarnos en la puerta.

miércoles, 13 de enero de 2010

En Brideshead


Retorno, no a Brideshead precisamente, sino a mi amado polígono tras el paréntesis navideño. El tiempo y los Reyes Magos han hecho la labor que les correspondía: cierre de empresas y despidos. Resulta abrumador pasearse por sus calles y notar, con el rabillo del ojo al principio, que hay persianas y portones cerrados que no deberían estarlo, que hay menos movimiento de camiones y coches, menos actividad después.
Al principio lo atribuyo a las vacaciones. Ya en el mentidero de la Sole lo comento, como se comentan estas cosas: dirigiéndose a la Sole pero en un tono lo suficientemente alto e impersonal como para que quien quiera pueda meter baza. Y me lo confirman con esa sonrisa de fatalidad que tan bien se le da a la gente trabajadora cuando las cosas vienen mal dadas: que no, que no son vacaciones, que han echado el cierre: el de los recambios de autobús, el del taller de persianas, el marmolista, el carpintero ese tan grande que había en la esquina, el de material sanitario, el de...
Se me queda una cara como de tontorrón y nadie dice nada más. Si acaso un flojito “la cosa es que está mu malamente”.
Y sí, es cierto, Pero que mu malamente.
Y además lleva un mes y pico lloviendo sin parar.
-  Si al menos hiciera sol -dice la Sole-, o les hubiera tocado la lotería, aunque fuera sido un pellizquillo.
Se da la vuelta y se marcha a seguir peleando con su cafetera, y no dice más. 
Ni nadie.