viernes, 17 de septiembre de 2010

Ars Melancholiae

Cualquier ejemplar de clase media, en este caso yo mismo, tiene derecho a sus días líricos y melancólicos. No es privilegio de los vates, por más que a estos les asistan el decoro lingüístico, la precisión, la exactitud y la capacidad de transmitir emoción en la descripción de su ensoñación, que los dioses han negado, con gran injusticia, al común de los mortales. Claro, si no fuera así, todos seríamos poetas y entonces ¡qué hiperinflación lírica! Aún así, qué gran injusticia. (Y aún así, ¡qué cantidad de poetas!). Así que la gran mayoría tratamos de croar con más o menos afinación nuestras impresiones, dudas y certezas, con la absoluta certidumbre -al menos los que no padecemos del ego, o padecemos, pero no gravemente- de que nadie va a leernos.
Bueno, esto no es exacto. A los más queridos los leerán sus amigos y familiares, y los animarán y adularán y jalearán. Craso error: es el más recto camino a la terrible dolencia del ego. Y atención: no hay Ucis que valgan para semejante patología, ni quimioterapia ni cirugía para semejante bulto. Y como en toda enfermedad devastadora y de largo recorrido se viene a olvidar que los efectos secundarios, que suele padecer el entorno, son casi tan o más destructivos que la propia enfermedad. Así que la bienintencionada y sentimental adulación es en realidad una trampa de la que aconsejo a todos esos familiares bienintencionados, desde la sapiencia y luces que me brindan mi atalaya y gran experiencia, abstenerse o hacer uso discretísimo, por el bien de sus allegados (y por el suyo propio, claro).
Tras esta asombrosa cura en salud, vamos al lío, campeón, como dice el camarero del restaurante en el que de vez en cuando me quedo a comer.

Hoy siento que no debería de estar aquí, en este cochambroso polígono, viendo  desde mi ventana tristes naves con gentes que se afanan para alimentarse y alimentar la rueda que no ha de cesar de girar, perros cabizbajos que deambulan con el abandono asomándoles por los ojos, sucias aceras y calles rotas, grises farolas que sólo a la noche reviven impregnándolo todo de más tristeza con su charcos naranjas; enormes camiones maniobrando como si en ello les fuera la vida; gente desaliñada, panzuda y fea que en nada se parece a la que habita al otro lado del televisor.

No; hoy no debería de estar aquí.

Hoy debería de estar desnudo al final del malecón, bajo el sol de septiembre, viendo el interminable vaivén del agua, mientras el aire me baila y me arropa, y los grandes barcos lejanos se alejan ávidos y ciegos en su determinación, hacia la  promesa de otros puertos.

Hoy debería de estar vivo.

Ustedes ya me entienden.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Crónicas Poliganeras= alegría de mis RSS (que no tengo huerta)
PD: ya sé que el comentario está automáticamente devaluado, por ser de amistad cercana. Lo que hay.

P.L. dijo...

Gracias Monkeys. Se aprecia, más viniendo de amigo...