jueves, 23 de septiembre de 2010

El apilador

Cuando nuestros nuevos vecinos de nave se instalaron, todo fueron sido mieles. Tras mi primer encuentro con el porteño verborréico -Eduardo se llama, jefecillo de su almacén como yo del mío-, me puse a su disposición para facilitarle lo que necesitara mientras se instalaban.
Primero fue la luz: que si me puedo enganchar, que tenemos que hacer agujeros y todavía no nos han dado el alta; luego que si una broca del 8 que nos hemos cargado la nuestra y a esta hora a ver quien encuentra algo abierto; después que si un rollo de precinto. Sin problemas; todo sea por la buena vecindad. Fueron dejando su negocio operativo, montaron cámaras frigoríficas, amueblaron el local, les dieron el alta en el agua y en la luz y ya parecía que iban a empezar a recibir mercancías. Después vino el del aire acondicionado, que era el detallito que faltaba, y para colgar la máquina en la fachada nos pidieron el apilador que usamos para subir y bajar palets de las estanterías. Ningún problema tampoco, aunque empezaba a molestarme el sesgo de excesiva familiaridad que la cosa iba tomando. Finalmente les llegó la licencia de apertura y empezaron a meter mercancía. Charlando un día con el porteño, le pregunté cómo se las iba a apañar para descargar los camiones sin carretilla, torillo, apilador o lo que fuera.
- Está todo pensado, sabés. Los camiones vienen con plataforma abatible.
- Pues vale.

Al día siguiente de aquella conversación tocan a la puerta y con aire amable me pregunta uno de sus acólitos que si le puedo hacer un favor grandísimo prestándoles el apilador un rato. Claro, por supuesto, y cuando termines me lo devuelves. Por supuesto que sí.
La cosa empezó a coger fuelle y nos lo pedían varias veces al día, o sea cada vez que venía un camión sin plataforma, que eran la mayoría... Siempre lo devolvían puntualmente, pero con un punto de fastidio; como si tuvieran un derecho adquirido sobre la máquina, ni que la hubiéramos pagado a escote.
La última ya fue la gota. Vuelven a pedir el apilador, con algo de corte, mucha educación y ceremonia para compensar, en vista de las malas caras que ya no nos cortábamos en mostrar.
- Llévatelo, pero no le descargues la batería que estoy esperando un camión.

 Nada, nada, sin problema. Llega mi camión y todavía no lo han devuelto. Algo mosca se acerca mi compañero a pedirlo,  y al ver yo que no vuelve y el camión está en nuestra puerta esperando, me acerco a ver qué pasa. Oigo voces. Entro. El apilador está en un lado, y no hay manera de ponerlo en marcha. Mi compañero está intentando todo lo que se le ocurre y pegando voces santamente cabreado, rodeado por cuatro operarios con acusado aspecto de borderline: si no se puede poner en marcha el motor, no hay manera de mover sus cerca de 1000 kilos; y el motor dice que nones.
Y el camión esperando en nuestra puerta. Como no hay manera de tirar del artefacto, decidimos descargar el camión a mano y pedimos a nuestros amables y limitados vecinos una manita por favor, que entre nosotros dos y ellos cuatro lo hacemos en un pis pas. Nos miran con cara de póker primero, para declinar después nuestra amable invitación. Que están muy ocupados, que no pueden entretenerse. Evidentemente Eduardo, el jefe, no está, y no puedo recurrir a presionarle a él, para que imponga su autoridad. Me cabreo y mi compa más. Nos vamos y como dos machotes descargamos el camión bajo la atenta mirada del conductor con prisa por irse.
Fin del episodio.
Pues no.
Quedaba la máquina por recuperar. Me lío a buscar el teléfono del servicio técnico, a informar a mis jefes que el cacharro va a costar una pasta en reparación, y en esas llaman a la puerta. Eduardo el porteño, que viene a devolvernos la máquina, seguido de sus currantes que se parapetan tras él. Sorprendentemente, funciona.
Eduardo empieza a reírse de medio lado y a mostrarnos cómo ha hecho él lo que nosotros no hemos sabido: resetear la máquina.
- Hacés así, bajás el mástil, pulsás esta combinación de teclas y listo.
Y se ríe el muy cabrón, y los acólitos detrás de él más, tan contentos y sonrientes. Quedamos como un par de gilipollas, silenciosos como merluzas y con cara de pocos amigos.
Aprovecho para dejarle caer que nos hemos tenido que descargar un camión entero a mano y que sus colegas han pasado olímpicamente de echarnos un capote. Se zafa como puede y se larga.
- Les va a volver a prestar la máquina su puta madre -dice mi compañero.
- Me parece que ha quedado muy claro.
Y aquí se acaba la cosa.
Pues tampoco.
Dos días después, vuelven a llamar a la puerta. Es Eduardo, con prisas, que viene cargado con dos bolsas. Me dice que su jefe le ha dicho que nos diga que gracias por prestarnos la máquina y que, claro, con estos chicos hay que tener un detalle, y que toma un obsequio para compensaros, unos vinos de nada. Se da la vuelta y se marcha apresurado dejándome con las gracias en la boca y las bolsas en la mano. Me voy para adentro y mi radar detecta una incongruencia: ¿cómo siendo botellas de vino no suena a cristal chocando? Me temo lo peor. Miro el contenido de las bolsas:























Mecagüentó.

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