jueves, 19 de agosto de 2010

Volver

Volver, no con la frente marchita sino del verano, es una experiencia que vengo repitiendo desde que tengo el mal hábito de trabajar y que, año tras año, misteriosa y milagrosamente, me produce las mismas sensaciones. Pero sobre todas, una: la fascinación, la incomprensión al encontrar las cosas tal y como las dejé antes de marchar. El tiempo se ha congelado aquí, se ha plegado, no ha transcurrido, todo está limpio e igual de desordenado. Busco con afán cualquier signo de su paso: una acumulación de polvo, cristales sucios, trabajos completados, insectos muertos al pie de la ventana, telas de araña en alguna esquina, algo cambiado al fin. Nada de nada.
Claro: esto ha sido obra de la señora de la limpieza; luego recuerdo que se despidió de mi unos días antes de irme yo y que me dijo que volvería después. Me hubiera ordenado la mesa para que luego no encontrase ni un papel. Así que no ha sido ella.
Trabajar solo no es incorporarse a una maquina en marcha, sino ponerla uno mismo en marcha cada día, activar el tiempo, me digo. Pero siempre acabo llegando a la misma conclusión: durante unas semanas mi despacho se ha convertido en una cápsula del tiempo desafiando cualquier ley de la física que yo haya podido aprender en el colegio.
Rebusco precedentes: abrir la puerta de casa tras el mes de vacaciones infantiles, y la incredulidad que se va acentuando en los primeros paseos por los pasillos y las habitaciones, cubiertos los muebles con sábanas, atento a cualquier rastro que el tiempo hubiera podido dejar a su paso y la posterior perplejidad al no encontrarlos. Volver al aula de la escuela,  levantar las persianas, y ver que todo está como estaba, los lápices y los cuadernos en sus pupitres, la pizarra sin borrar desde el último día, que el lapso de dos meses no ha sido tal, que no ha existido.

La impresión, ya digo, es grande y la incomprensión aún mayor al aceptar mi propia conclusión. Porque el sueldo me ha seguido llegando y eso quiere decir que quien me paga ignora que aquí dentro no hay tiempo. Imagino entonces qué pasaría si me quedara de vacaciones dentro del despacho; ¿el tiempo tampoco transcurriría para mi, o sólo se suspende el tiempo en ausencia de testigos?¿Y si me decido un año y lo hago y no llega el sueldo a casa? Y ¿cómo iba a explicar yo esto en casa sin que pensaran que tengo una pedrada?

- Que me voy de vacaciones al despacho...


Mi afán exploratorio no llega hasta el extremo de intentar hacer la prueba, y además ya he gastado todas las vacaciones que tenía. Lo pospongo para el año próximo. Así que después de quedarme parado delante de la ventana, rumiando estos y otros pensamientos de sesgo melancólico, decido irme a tomar café, más que por el café, por informarme de lo que ha transcurrido durante estas semanas fuera de estas cuatro paredes.

domingo, 8 de agosto de 2010

Rosas en el mar


   Hace unos días que falto del curro. Cosas de la edad, digo cuando me preguntan, para esquivar el tema, y me limito a seguir sufriendo en silencio. Que piensen que estoy deprimido. Eso siempre da un punto interesante: la gente te imagina toda clase de sufrimientos y torturas del alma, así, en plan romántico, y lo asocian con tener una vida rica e interesante. Pena, penita, pena. Sí, ya, pena; lo que pasa es que no tienen ni puñetera gracia los picores en salva sea la parte.

   La sola idea de verme sentado en mi sillón de oficina, tan confortable él, me da escalofríos. Y luego todo el trabajo de tratar de disimular el picor ‒-cuando no dolor‒ vergonzante. Y digo yo que no sé por qué ha de ser vergonzante, si el culo es igual para todos. Imagino que tendrá que ver con las asociaciones de ideas que impulsa; o con el reflejo de solidaridad en el dolor, como cuando a un jugador de fútbol le dan un balonazo en sus partes y automáticamente los hombres  presentes se encogen participando de manera involuntaria en aquel dolor. ¡Hermoso ejemplo de fraternidad humana! Masculina más bien, porque las mujeres de esto no hablan y yo estoy convencido de que la fórmula “sufrir en silencio” es de autoría femenina. Así que, ¿cómo voy a aparecer por el trabajo si no voy a poder sentarme en toda la mañana? No digamos ya en el bar de la Sole, yo, que soy el tonto de los taburetes, hasta para tomarme un café rápido.

   Ay, qué situación; tener que dar explicaciones en voz alta para toda la parroquia, que si las das en voz baja y tratando de disimular, va la Sole con toda su buena voluntad y generosidad, y lo radia para toda la concurrencia con ese vozarrón tan femenino que gasta, y no por cotillear que quede claro, sino para que todos se solidaricen con uno en su aflicción. Así de grande tiene el corazón la Sole.  
O que me pregunte mi compa que por qué ando todo el día de un lado para otro, como un alma en pena a ratos, y a ratos como si me acabara de bajar del caballo, y no me siento en mi puesto. De ninguna manera me parece tolerable la humillación de tener que dar razones, ni siquiera en potencia. Así que, contra mi voluntad ‒y es que en casa me aburro un taco, yo que no soy lector; y los programas que ponen de mañana en la tele no molan, ni soy lo suficientemente rico para pagarme un plus‒, me quedo en casa, tumbado en la cama y procurando moverme lo menos posible. Y rogando para que bajen un poquito las temperaturas y por fin consiga dejar de retorcerme encima de la cama como un gusano con almorranas.