martes, 25 de enero de 2011

La bilis


Algunas mañanas, hay un tío malencarado y protestón en la barra, dando cuenta de su tostada de aceite y su café. Es mayor, andará por los 60, recortadito, gordito, con la cabeza empotrada entre los hombros,  el pelo blanco a cepillo y gafas de pasta con cristales casi culo de vaso. Creo que es el dueño de algún taller de por aquí. Se desayuna de pie en la barra, frente al televisor que a esas horas suele tener la Sole sintonizado en las noticias. Entre bocado y bocado, suelta espumarajos por la boca a voz en grito, incluso con la boca llena, sobre todo cuando sale algún miembro del gobierno, buscando la complicidad de los que estamos a su alrededor intentando sacudirnos el sueño de encima. Nadie suele hacerle demasiado caso, y si te busca con la mirada la desvías y punto.
Hoy está especialmente desatado y va soltando toda la bilis que lleva acumulada del fin de semana.
- Tós una manada de chorizos jos de puta. Lavín, que vengan aquí que les vi a dar hasta en el carné...que cuando no se sabe gobernar se quéa uno en su casa...josdeputa...¡ladrones! ¡tos unos ladrones!
A los cuatro o cinco que estamos allí, nos empieza a tocar las narices grandemente con sus improperios, sus gritos, y sus desmanes. Uno de los muchachos de la desratización que está tratando de concentrarse en el Marca, le suelta, con un puntito de mala leche desde la otra punta de la barra:
- Baje la voz hombre, que nos va a dejar sordos.
- Mejor te fuera ser sordo, no te jode, así no oirías a ese hatajo de ladrones, que son unos ladrones, ¡coño!
Y dale que dale, el tío sigue como si tal cosa. En estas, su vomitona sube de volumen y casi parecen chillidos de rata iracunda lo que le sale de la boca. Alzamos todos la cabeza para ver quien lo ha puesto tan fuera de sí y allí está, sí, en pantalla, Felipe González. Aquello se convierte en un torrente imparable de insultos, mezclado con trozos de tostada y sorbos de café, mientras el aceite le chorrea por la barbilla. Es incomprensible lo que dice y da igual. Nadie habla. Alguna sonrisa de medio lado. Le provocan.
-¡Que te va a dar un infarto, hombre!

Y en vez de provocarle, le dan cuerda. Se lanza a una furibunda diatriba sembrada de espumarajos y escupitajos y coloreada por un rubor proporcional al esfuerzo que hace por hacerse oír. Nadie escucha al mostrenco, y entre nosotros nos miramos e intercambiamos sonrisas de medio lado. Se le pasa y se calla. El bar está en silencio. Entonces le suena el móvil.
No puede atenderlo: tiene el café en una garra y la otra llena de aceite. El móvil sigue sonando, bien fuerte. Dice una voz popular, desde el fondo sur:
- ¡Niño, cógelo, que es Felipe González!
Carcajadas en el bar y vergüenza a manos llenas.
Una dulce venganza.
¿Quién quiere tanta mala leche un lunes por la mañana temprano?

viernes, 14 de enero de 2011

Paseando a Miss Daisy


   
    











          Ya ha pasado un año entero, otro, y de momento permanecemos,  a pesar de las amenazas, en cierto momento, sobre un posible traslado a otro almacén. Un año da para mucho en un polígono: cierres, nuevas empresas, reparaciones, anécdotas, un sutil vuelco en las actividades tradicionales de un polígono, más cierres... Para quien quiera mirar con atención, pasando por encima de los dolores estéticos y con la disposición científica que se requiere, un polígono viene a ser como un reportaje de bichitos del National Geographic. Aparentemente no pasa nada, pero si nos fijamos un poco más, resulta que todo bulle de vida, no de vida alocada, sino con un propósito que no es sino el de prosperar como especie.
Ignoro absolutamente las causas que han hecho proliferar por mi polígono, de un tiempo a esta parte, un tipo de bicho insólito para estos lares. Suele desplazarse en grupos de 3 o más individuos, variando la edad sin razón aparente: los hay jóvenes, los hay viejos. Se mezclan los sexos, lo que, como entomólogo experimentado, me lleva a pensar en algún tipo de ritual preparatorio para el apareamiento, que desde luego, aun no he tenido el privilegio de observar (imagino que para tal menester se esconderán entre las naves). Suelen vestir chándal de color estridente y deportivas nuevas renuevas. Algunos caminan con cierta velocidad, pero otros, y estos son los interesantes, pasean. Sí señores, pasean. Incluso empujando algún carrito de niño ¿En un polígono? Pues sí, en un polígono.
Van charlando, se paran para comentar algo que les ha llamado la atención, o se detienen en un cruce a que les dé el sol un poquito, llaman a los gatitos de las últimas camadas –miso, miso, miso-, se asustan de los perros, y si pasan ante alguno de los bares no dudan en entrar a tomarse un cafelito. Son eso, paseantes; pero de polígono.
Esta fauna lleva inevitablemente a hacerse preguntas sobre la ideas de ciudad y de ocio. Esta gente que callejea o poligonea es la viva estampa de lo que en francés se llama un flâneur: un paseante que disfruta de su ocio en la ciudad, vagando sin ton ni son, mirando los escaparates y la ciudad que en sí misma se convierte en escaparate. Y este vagar se hace igualmente con el propósito de ponerse al día de lo que ocurre en las calles, mirar, ver y dejarse ver. El lugar por el que se pasea es lugar de ocio y de relación social.
El polígono ya no es un territorio accesorio, más o menos alejado de las zonas urbanizadas al que trasladar las actividades productivas molestas o que requieren de gran cantidad de espacio no disponible en los barrios residenciales. El polígono es ya parte de la ciudad, todavía sin una función residencial, pero que comienza a tenerla de ocio: véase la proliferación de discotecas, gimnasios de gran tamaño, pistas polideportivas, almacenistas que venden al público. Y asociado a esto, un modesto pero cierto florecimiento de los bares y restaurantes ya no sólo frecuentados por los ejemplares de la  especie trabajadora que aquí moramos.

No obstante, cuando coincidimos en la barra con la peña del chándal, no podemos evitar, orgullosos como somos, mirarlos de través y perdonarles un poco la vida. Al fin y al cabo, nunca serán auténticos poliganeros.