miércoles, 23 de septiembre de 2009

La familia Monster

Desde hace ya mucho tiempo los veo casi a diario. A la hora del desayuno, en el bareto de la Sole, siempre puntuales. Son cinco y van siempre en grupo; cuatro hombres y una mujer. De los cuatro hombres, el mayor debe de ser el padre: alto, corpulento, ancho y recio, con cara de pocos amigos y el pelo ya blanco. Los otros tres, atendiendo al parecido, tienen que ser forzosamente los hijos: altos, corpulentos y recios, con cara de escasos amigos y sin pelo. En la cuarentena, barba rala sal y pimienta. La mujer , con su moño en lo alto, chaparrita y gruesa, con sus gafas de culo de botella tiene que ser la madre y esposa.
Entran en silencio, en fila india, y uno de ellos, el mismo siempre, se acerca la barra y pasa el pedido en voz baja; mientras, los demás han ido a ocupar una mesa, la misma siempre, sin hablar. Lo llamativo es el silencio y la lentitud de movimientos que afectan, increíble en un lugar tan ruidoso a la hora del desayuno. Y sus ropas: vienen vestidos de calle, limpios, sin grasa en las manos ni manchas en la ropa, y ella siempre con mandil como si acabara de salir de la cocina, y sin embargo desprenden un aroma inconfundible a currante.
Hay algo discordante en el espectáculo de esta familia en este bar, como unos zapatos que no pegan con un vestido.
Se toman sus cafés y sus bocadillos, la mirada baja, cruzándose de vez en cuando algún comentario inaudible para la concurrencia. Resulta conmovedor ver como atienden los hijos a la madre: el cariño en el gesto de alcanzarle las servilletas, o el amor que alguno pone al pedir para ella otro azucarillo, o una cucharilla más limpia, la ternura con que se dirigen a ella sin perder nunca la seriedad en el gesto...
El padre no abre la boca. Jamás. Es el único que no mira abajo sino que pierde la mirada al frente y se le pinta entonces una cierta melancolía.
Desprenden un aura un tanto siniestra y resulta difícil imaginar cual será el negocio que les hace a venir aquí a desayunar, todos los días sin faltar uno. Quizá se sienten a gusto aquí. A veces he intentado jugar con mi compañero a imaginarlos fuera de aquí, a inventarles una vida, pero mi compa no tiene interés en estos jueguecitos.
¿Serán comerciantes al por mayor de hilaturas y viven en la planta alta de la nave que ocupan? ¿Dueños de un negocio de chatarra que no invitan a sus currantes a desayunar? ¿O simplemente vecinos de las casas del pueblo que pegan con el polígono que vienen  porque las tostadas son más grandes? Pero, ¿y el delantal de la madre? ¿Cómo explicarlo?
Tengo que reconocer que me intrigan. A ver si me acuerdo de preguntarle a Sole por ellos que seguro que ella algo sabe.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Chez la Sole


Al bareto de la Sole se entra de buen humor. Si no la Sole te larga a la calle a la voz de : "¡Cuando se te pase la malafollá, vuelves!". Y da susto cuando la Sole saca su vozarrón, que lo suele tener bien guardado. Normalmente cuando pasa una de estas, por las mañanas a la hora del café, se hace un silencio de cojones hasta que el interfecto abandone y se largue. Y digo interfecto porque interfectas no suele haber; ya se sabe: es cosa de hombres.
Alguno, la primera vez no se lo creía, y lo echaba a broma, incluso el osado llegó a reivindicar su derecho a estar de malas pulgas o a ser así (o "asín" como se dice por aquí). Error casi fatal. Dos bocinazos de la Sole, una mirada terrorífica, un silencio sepulcral y espeso cual natillas, miraditas fugaces o sonrisitas a la barra, e indefectiblemente el interfecto tira el Marca y el importe del café encima de la barra, de mala manera, y se larga rezongando.
En cuanto ha salido por esa puerta, vuelven las conversaciones, las interpelaciones de la Sole con su voz más cariñosa y zalamera, los ruidos de platillos y cucharillas, y se respira mejor.
Y es que la Sole es una madre; una madre con un montón de clientes.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Hoy papeo aquí

Como tengo un horario de suertudo, voy a comer a casa todos los días. Aprovecho y de camino recogo a los chavales a su salida del instituto. Pero hoy me quedo a comer, que toca sesión doble.
En este polígono, o pologonillo visto el tamaño de algunos que he visitado, no hay demasiado tráfico de camiones. En su mayoría son talleres, pequeñas industrias, alguna tienda de mayorista tipo ferreterías y eléctricas y algún que otro almacén. Así que casi todos tienen horario de comercio, o sea cierran a la una y media y vuelven a abrir a las cuatro. Para esa hora, las cuatro, yo no suelo estar por aquí, que ya me he largado con viento fresco.
Ergo a las tres cierro la puerta y me encamino al comedero que está un par de calles más abajo. No es exactamente un comedero, que los de la cocina tratan de cuidar la calidad y además lo consiguen: por 8,50 leurillos te atizas un primero, un segundo y postre, más agua o vino o cerveza. Abundante y bien despachao. Caféses aparte.
Para mi chungo, que con mi curro de sentadillo, si me paso, luego lorzas a gogó.
El caso es que el trayecto de mi nave al comedero, de unos diez minutos a patilla, se me hace sumamente extraño. No hay nadie por la calle, no pasan coches ni camiones, apenas se oye ruido, los perros sin collar campan a sus anchas. Un gato se arriesga a cruzar delante de mi.
Camino por la acera, solo, al sol, viendo los portones cerrados, los coches aparcados ante la puerta, y no me cruzo con nadie.
La impresión es un poco marciana la verdad. Hay vida porque hay cables y luces que alguien ha olvidado apagar y se oyen alarmas a lo lejos y algún bocinazo. Pero si no lo supiera, diría que todo el mundo acaba de salir de estampida dejando lo que estaban haciendo. Eso sí, teniendo cuidadín de cerrar las puertas antes de salir.
Inevitablemente, el paseo me pone melancólico y metafísico y me hago preguntas: ¿esta es mi vida? ¿Aquí curro/vivo yo? ¿Tanto estudiar para esto?
Abrir la puerta del comedero y escuchar la algarabía de las voces, los cubiertos, los gritos de los camareros, la tele a toda pastilla, la máquina tragaperras, su tabaco gracias, las risotadas de los que están en la barra con los cafeses, me saca de mi estupefacción.
Vuelta a la vida.
A la de 8,50€.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Estreno

Como habrás sospechado por el título, trabajo en un polígono.
Bueno en un "polígano", para entendernos. Llevo aquí ya varios años en los que he ido saltando de una nave a otra, al albur de mis jefecillos y de los presupuestos. Finalmente, parece que estamos bien instalados y que esta residencia será para una temporada larga (si no me echan antes, claro, o no se les vuelve a ocurrir que nos mudemos).
Desde mi ventanal en el segundo piso -sí, sí, ahora tengo un ventanal enorme- veo la sierra cuando no hay nubes, la acera de enfrente con sus empresas -el de las cocinas, el taller abandonado, el de materiales de construcción...- y los que entran y salen, o salen y no vuelven a entrar. En este caso la cosa suele ir precedida por unos gritos estentóreos que se oyen en casi toda la calle y que vienen de la nave de las cocinas. Los de las demás empresas salimos a ver qué pasa, hasta que mi vecino por la derecha ataja con un: "El Juan, que la ha vuelto a cagar".
Con lo que el Juan la caga, es un milagro que su empresa siga funcionando.
Así que, ya digo, desde mi hermosísimo ventanal tengo unas vistas inmejorables. Lástima que cuando me montaron la oficina olvidaron poner los estores y desde que sale el sol hasta más o menos las doce, tengo toda la luz en la cara. Claro está que la mesa me la pusieron pegando a la ventana y la pantalla de ordenador a contraluz. Así que las primeras horas de la mañana no puedo trabajar porque no veo la pantalla. Que conste que lo he probado todo: gafas de sol, forrar la ventana con papel - muy, pero que muy deprimente-, mover el ordenador de sitio: imposible: el cable del adsl no da y yo paso de gastarme las pelas propias en un cable.
Mi jefe me ha jurado que ya mismo me ponen unos estores. Y de esto hace casi un año. Los presupuestos, que no dan para más, más ahora con la crisis.
Mi oficina es bastante chula: grande, tendrá unas 25 metros cuadrados, toda pintadita de blanco, con mobiliario nuevo y cómodo que, en un rapto de generosidad, mi jefe me dejó elegir. Al principio pensé decorar esto a mi gusto. Pero se ve que los polígonos tienen el efecto de potenciar la desidia así que las paredes siguen blancas. Además, me da mucha lástima liarme a hacer agujeros. La única decoración que hay son las tres estanterias de suelo a techo repletas de libros, que le dan un toque íntimo y personal, así como a salón de casa pero sin chimenea, ilusión que se rompe en cuanto miro por el ventanal.
Plantas, ni una. Bastante tengo con enterrar las de mi casa cuando se me mueren. Ah, fundamental: tengo aire acondicionado.
Envidia cochina.