jueves, 22 de abril de 2010

Conversación en la catedral

Carapicha y Ruano son dos currantes de Juan, quien, como ya dije, fabrica cocinas justo enfrente de mi. Vamos, que lo veo desde mi ventana. Y estos dos son sus machacas: look kaleborroka, pendientes, flequillo desmochado uno, cresta el otro, delgaduchos y veinteañeros suburbiales, un puntillo malencarados, pero simpáticos cuando te conocen. En esto son igual de insoportablemente formales que los ingleses de las novelas: si no te han presentado no existes, aunque ellos no se dedican a ignorarte activamente, sino que son provocones y si te pueden asustar un poquillo con sus pintas no desperdician la ocasión. En fin, choricetes de tierno corazón que se ganan la vida honradamente. Y en un sentido, son currantes clásicos. Se traen un bocadillo de casa en la tartera, ajustado al estandar poliganero, o sea de barra entera, con su cerveza y la naranja o el plátano de postre; el bar ni lo pisan, que son muy mirados de lo suyo.
Los días de sol, cruzan cansinamente la calle hasta el portón de mi nave buscando la recacha, y allí se plantan en el suelo, apoyados en la chapa caliente, con todos sus arreos -hasta un mantelito de cuadros les vi un día-, a comer y poner cara de lavíncolegaqueagustico. Justo debajo de mi ventana.
Me gusta oir sus conversaciones cuando se están liando el cigarrito, o el porrito de después, los psshhht de las latas de cerveza al abrirse, la sensación de pereza y de descanso bien ganado que transmiten. Igual yo me equivoco y son unos flojos profesionales; el caso es que nunca he oido a Juan quejarse de ellos ni gritarles con cajas destempladas.
Con Carapicha tuvimos, o más bien, tuvo mi compañero un enganchón por cuestiones de aparcamiento, como ya conté, pero como son todos buena gente que se sabe condenada a llevarse bien por aquello de la buena vecindad, la cosa ya está olvidada. Por supuesto nunca me han hecho ningún comentario. Al contrario, si no ven a mi compañero por aquí, me suelen preguntar cariñosamente por él.
- ¿Ande está el compañero que hace días que no aporta por aquí? ¿No estará malico?
- No que va; está con días libres.
- Lavin, que potra. Eso es como la regla de las tías. Cada mes, ¡pon! días libres. Ya nos podía pasar a nosotros, ¿verdad tú que sí Ruano?
- Pos ya te digo.

Los ví salir el otro día de su nave y cruzar para venir a apalancarse en la recachica que ya es de su propiedad. Al poco, se sentaron y por los ruidos deduje que sacaron las vituallas: tarteras que se abrían,  papel de plata al desenvolver los bocatas. Comenzaron a comer en silencio, entre algún ocasional suspiro de satisfacción.
- ¿De qué eh er tuyo?
- De tortilla con bacon, queho y lechuga.
- Pos hoy mi madre sa lucío. M'a hecho un bocata de lomo y no lachao ni mayonesa, ni tomate, ni aceite, ni leches, ni ná.
- Ni pollas.
- Eho. Ni pollas. No hay quien he trague esto de sequísimo que está. Que s'añurga uno, cohones.
- Pos pégale un trago a la birra.
- Pos es que ni con la birra, colega.
- Pos tíralo.
-¡Que lo tire dice! Será tontopollas. Vi a tirar yo un bocata que me ha hecho mi madre. Con tó su amor. Cuchi er niño apollardao, las cosas que dice.
-Pos no te quejes
-Pos me quejo por que me sale de los güevos.

Silencio. Ruido de masticaciones. Silencio. Más masticaciones. Silencio.
Un eructo brutal, inhumano, expresión de lo más hondo y racial que por aquí habita,  rompe la paz del momento. Le sigue una carcajada.
Fin de la conversación.

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