jueves, 15 de abril de 2010

Imbéciles oriundos

Acabo de regresar de una visita de trabajo al país vecino, y claro, estuve en un polígono.
Rotondas en los cruces importantes, césped, arbolado, buena señalización, planos del lugar cada poco, calles amplias con  hermosas zonas de descarga para camiones y aparcamiento para vehículos.
Y sobre todo una limpieza y un orden que me pasmaron. Poco ruido y poca gente por la calle. Se trabaja de puertas adentro y las puertas están cerradas. Se trabaja contra el mundo, no en el mundo. Un paraíso para las mentes cuadriculadas con voluntad de perdurar, como los monumentos.
Aquel lugar, a ratos recordaba más a Wisteria Lane,  y a otros ratos, a un parque en el que una horda de arquitectos posmodernos enloquecidos hubieran dado rienda suelta a sus más bajos instintos.
Imposible evitar la comparación en la que, no hay que decirlo, mi poligonillo queda bastante perjudicado.
Estuvimos comiendo en uno de los restaurantes locales y aquí, sí hay que decirlo, según los estándares de mi refinadísimo paladar de a 8,50€, los perjudicados fueron ellos.
En el rato del café, me puse a meditar: lo nuestro con el orden urbanístico, con la limpieza, con los servicios, ¿es de nación o es pura perversión? ¿Es que los españoles somos así, o sólo los de aquí o sólo los del mediterráneo? Y si en estas cosas fuéramos como ellos, ¿dejaríamos de ser nosotros? Cuestiones de alta gravedad según se ve.
Andaba yo cavilando hasta que me preguntaron y comenté lo que andaba rumiando.
Al principio me miraban muy concentrados y con una media sonrisa conmiserativa. Estos pobres españoles, casi africanos. La hemorragia de condescendia me llenó la pechera de la camisa de salpicaduras: está bien lo vuestro, me decían, es exótico, pero como esto no hay nada. Para ellos no era más que media ración de conmiseración, para mí, un puchero completo. ¡Qué manera de sacarle brillo a su identidad! Y yo todo el rato acordándome del estribillos de la canción de Brassens , “Los felices imbéciles oriundos” (la traducción del estribillo es mía).
En fin que yo hablaba, me preguntaban y contestaba y el peso de la conversación recaía casi exclusivamente en mí. Qué más da, decían, un lugar de trabajo es un lugar de trabajo. Sí, pero... etc.
¿Por qué será entonces que le tengo hasta cariño  a este amorfo amontonamiento de naves, a cual más fea, en el que trabajo?
El caso es que esta mañana al salir al café en chez la Sole, me he dado cuenta de algo muy simple: hay gente por la calle, se oyen gritos, bocinazos, hay movimiento y desorden, el sol brilla alto y hay una luz deslumbrante. Hasta creí oler el aroma lejano de un espeto de sardinas.
Pura vida.

P. D. ¿Me estaré transformando yo también, en un oriundo imbécil, y tan feliz de serlo?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Por fin, lo estaba esperando como agua de Abril!