jueves, 2 de diciembre de 2010

Una visita


Por aquí no suele venir nadie de visita, ya lo he dicho. Ni siquiera los jefes, a no ser que sea absolutamente imprescindible o que luego algún jefe más superior les vaya a pedir cuentas. Y qué decir de la jefa directa. Es descender demasiado en el escalafón dejarse ver por aquí, así que me sorprendió bastante su llamada anunciándome su visita para el día siguiente. ¿Por qué? Y sobre todo ¿para qué? De repente caí en la cuenta: como estamos haciendo grandes movimientos de cajas y palets dentro del almacén ha decidido venir a ayudar. Cuando se lo cuento a mi compañero, no puede evitar una malévola sonrisa de medio lado, y con gran cachondeo y retranca me suelta:
- Pues a ver si viene a la hora del café y se estira.
Pues eso, que a ver por dónde sale.
Al día siguiente, estamos liados moviendo cajas y son ya las nueve. Mi compañero me pregunta:
- ¿No iba a venir la jefa?
- Yo no sé más que lo que te conté. De todas formas no creo que aparezca antes de media mañana. No tiene prisa. Así que cuando te parezca nos vamos al café.
Para las 10h decidimos hacer un alto y acercarnos al bareto. Vamos llenos de polvo y mugre: hay que ver lo que mancha la cultura. Nos pedimos los cafeses y mientras nos los ponen aprovechamos para asearnos un poco. Ya renovados nos arrimamos a la barra, echamos los azucarillos, removemos el brebaje anticipando el placer del primer sorbo, y justo en ese momento, me suena el móvil. Cagüen. La jefa; que está en la puerta, que dónde nos metemos. La invito a acompañarnos y no acepta, que tiene mucha prisa, que nos espera en el coche, delante de la puerta, pero que no tengamos prisa. Ya; no te jode. Primero dice que tiene prisa y luego que no tengamos prisa. Ese es exactamente el tipo de sutileza preciso para escalar hasta una jefatura.
Así que nos echamos los cafeses al coleto con grave riego de achicharramiento y nos volvemos zumbando para la nave. Ahí no hay nadie. No veo su coche y se lo digo a mi compa. Entonces, se abre la puerta de un deportivo último modelo aparcado en la acera de enfrente, y sale ella, sonriente ninfa profidén, del habitáculo. La verdad es que le cuesta un poco salir, pero le echa todo el atletismo de sus cincuenta y tantos. Es cerrar la puerta y dirigirse hacia nosotros, exhibiéndose y a mi se me abre la boca de par en par y mi compa casi se traga el cigarro.

Verán ustedes. Va repeinada y maquillada -relumbra y deslumbra- como para ir a un cotillón y el aroma embriagador del medio frasco de perfume con que se ha asperjado nos llega antes que ella. Calza zapatos de ante de color turquesa oscuro, modelo Minnie Mouse, con un tacón de aúpa que transmite un catacloc catacloc que quiere ser eróticamente insinuante. Yo no puedo evitar acordarme de la mula Francis. Pierna arriba le trepan unas medias negras de rejilla que a medio muslo desaparecen bajo un abrigo de visón bien gordito y mullido que lleva abierto a la altura del escote. Su cara luce un tono levemente anaranjado que por un momento me hace temer por su bilirrubina. Pero no.
Se nos acerca con toda su inocencia de jefa en el desempeño de sus funciones en precario equilibrio, y nos suelta, en el tono absolutamente desenvuelto de quien domina la situación y tiene a los hombres arrastrándose a sus pies:
- ¿Qué tal chicos?
- ¿¿?? - perplejidad absoluta.

Mientras mi compañero se frota y refrota la lengua por la quemadura del cigarro, ella se lanza a una farragosa explicación la mar de tonta avalada por su larga experiencia y dilatada trayectoria en materia de movimientos de almacén, y yo intento dirigirla hacia el interior de la nave, en vista de que empiezan a asomarse moscones -y a acercarse peligrosamente- para contemplar al bellezón despistado que nos honra con su visita. Ella ni se ha dado cuenta de que está haciendo el papel de caramelo a la puerta de un colegio.
Su visita dura cinco minutos empleados en observar con ojo crítico y experto que todo está patas arriba, y en hacer un par de comentarios que nos terminan de convencer de que se le ha estropeado la brújula del todo. Y por fin se va, obsequiándonos con unos besos que transfieren el color naranja de su cara a las nuestras dejándole una mancha más clara en cada pómulo.
- ¡Jooooder!- es lo único que alcanzo a decir.
Mi compañero se suelta por fin , y ríe y ríe hasta las lágrimas. Acabamos los dos, sujetándonos la barriga del dolor de las carcajadas, y entre hipidos y toses logra articular:
- ¡Ay! ¡Si es que parecía una aparición!
La imagen de la casa...

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