viernes, 22 de enero de 2010

Prohibido aparcar



-         ¡Ya estamos otra vez!
-         A ver si te crees que el sitio es tuyo.
-         ¡Pero criaturica de Dios! Si lo único que te estoy diciendo, y te lo he dicho ya mil veces, es que te eches un poquito más para allá y que no me aparques en el portón, que no puedo sacar la furgoneta.

Prácticamente a diario se venía repitiendo esta conversación. Un currante de la nave de enfrente nos aparcaba su coche de tal manera que aunque pareciese que dejaba libre el portón, nuestra furgoneta no podía salir. Mi compañero le avisó cuarenta veces; de buenas maneras, amable, paciente, tratando de convencerlo, amenazando con llamar a los municipales; de todo intentó.
El tipo es verdaderamente un borde, de los que hacen todo lo posible por aparcar en la puerta aunque sea en triple fila y aunque veinte metros más allá haya un montón de plazas.
Yo me divertía bastante con los comentarios que me hacía mi compañero en privado y que, por supuesto, nada tenían que ver con el tono amable -a pesar de su voz ronca y el aspecto de conmigo no valen bromas que le da la barba cerrada que gasta- que utilizaba para dirigirse al desaprensivo: menudo cabronazo, un desalmado, eso es lo que es –¡hallazgo sublime! -, que le viacortarlosgüevos, le viarrancarlasasaúras y se las viaechálosperros, le viarrancarlacabeza, me cagoentodasunación, y así.
En el fondo es un hombre conciliador, mi compañero, dialogante aunque algo bruto, pero sobre todo noble, muy noble.
Pero un día que nos volvimos a encontrar el coche, esta vez en medio del portón, lo vi demudar la coló, soltar el cúter que tenía en la mano, y sin un aspaviento ni una voz más alta que otra, salir a la calle muy decidido: realmente la ofensa había alcanzado ya un grado intolerable: el de injusticia. Y entonces sí que me asusté.
Lo seguí por si acaso, aunque a una distancia de seguridad, que no quería yo para mí ninguna bala rebotada. Se fue a la nave de enfrente y entró en busca del desalmado aparcador que en ese momento se dirigía hacia la calle. Lo paró y le habló en voz baja. Cinco o diez segundos, no más.
El otro se dio la vuelta, salió a todo correr mirándose la punta de los zapatos –ay, ay, pensé, ya se ha liado-, se montó en el coche sin decir nada y lo cambió de sitio.
Mi compa y yo nos fuimos a desayunar. Le pregunté:
-         ¿Qué le has dicho? Porque el tío ha salido escopetado.
Y mirando al frente, así, con una sonrisilla de medio lado, como quien se avergüenza de una hazaña, me contestó
-         Pues nada. ¡Qué pollas le iba a decir!. Pues lo que le tenía que decir. Valiente joputa.

Y ahí quedó la cosa.
Nunca ha vuelto a aparcarnos en la puerta.

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