miércoles, 14 de octubre de 2009

La vida huele



Estar o casi vivir en un polígono tiene sus cosas, sus molestias: ruidos, colapsos de tráfico cuando hay demasiados camiones descargando, limpieza a menudo deficiente...
Pero de todos los inconvenientes hay uno que se lleva la palma.
Imaginen.
Hace un día precioso y soleado, se oyen los ruidos de la vida desde la oficina: golpes metálicos, camiones, gritos, algún insulto, unos pocos ladridos lejanos. Y de repente todo se oscurece. La luz del sol palidece, primero tímidamente, después ya francamente. ¿Ha cambiado el tiempo? Se ha metido una niebla de color ocre de golpe. Inevitablemente todos los que trabajamos de puertas adentro asomamos la nariz y medio cuerpo como gallitos de pelea. Y entonces nos golpea ese olor nauseabundo. ¡Dios! Nadie, ni siquiera los más encallecidos currinches son capaces de aguantarlo sin torcer el gesto. El que puede se mete dentro, ya gallo desplumado, y se atrinchera cerrando puertas y ventanas; el que no tiene un adentro al que ir maldice en voz alta. 
                                                                                                        














Otra vez están tostando café.

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