jueves, 22 de octubre de 2009

Llueve

Es de día porque lo dice el reloj. Apenas hay ruido en la calle, un siseo ocasional al lento paso de los coches. Los perros andan hoy cabizbajos como si hubieran perdido a sus amos. Mi vecino Juan asoma de vez en cuando por el portón abierto y mira gravemente al cielo. Se da la vuelta lentamente y vuelve dentro a seguir con sus cocinas. Hay pesadumbre en su andar.
Los martillazos lejanos suenan con la cadencia cansina y opaca de la obligación. No se oyen las voces alegres, ni los gritos habituales que pautan la vida del polígono.
Sole no habla, sólo asiente y se mueve pesadamente tras su barra. La gente que lo hace parece estar contándose secretos. El papel de los periódicos cruje estruendosamente cuando los parroquianos pasan las páginas. Los párpados pesan y hay espesura en las mientes. Bostezos.
La pequeña satisfacción de estar dentro, al abrigo, se convierte en el centro de la existencia.
¿Por qué vivimos con esa desgana, con esa pesadumbre, esta bendición primera del cielo?
Solamente llueve.

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