viernes, 27 de noviembre de 2009

En pos de la belleza


Generalmente no suelo fijarme demasiado en la belleza o fealdad de los lugares por los que transito ni de las gentes con las que me cruzo. Si son bellos, me sorprenderán las primeras veces; si feos también. Al cabo de los días todo queda enterrado en el rumor de la costumbre.
Pero hay días, como hoy, y últimamente cada vez son más -será la edad o el alzheimer que viene a ser lo mismo pero más ajustado-, en que de golpe y sopetón me atenaza un profundo sofoco que no sé al pronto a qué atribuir. Si me detengo un poco más en la sensación y realizo un esfuerzo por salir de mí y mirar alrededor descubro que todo me parece feo, de una fealdad difícilmente soportable: estas calles malparidas llenas de coches en desorden; las mujeres y los hombres que desayunan junto a mi desaliñados y casi sucios ellos, estridentes ellas; desgarbados los perros que deambulan por este lugar; informes los edificios entre los que me muevo.
No sé si el sofoco es por la fealdad o viceversa. Entonces intento volver al momento anterior a que esto ocurriera y recordar en qué estaba mi cabeza. ¿Qué cosa pensaba yo que ha desencadeno este súbito ataque de conciencia estética herida? Aún no lo he descubierto pero no cejo en mi empeño.
¿Estaré aquejado de algún tipo de virus estético? ¿De un síndrome de Sthendal inverso?
En estos angustiosos momentos echo terriblemente de menos los cuadros de escenas de la caza del zorro de la portería de mi suegra, tan reconfortantemente bonitos.

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