Camaradas:
hoy he venido a currar: servicios mínimos.
Hace un día precioso de otoño: sol radiante y una luz cortante que todo lo afila en sus contornos. Debería de estar en el campo, me digo, pero estoy aquí.
Las naves de mi calle están todas cerradas y apenas hay coches ni aparcados y menos circulando. La impresión es la de un domingo de agosto pero sin la caló, lo que hace la jornada absolutamente incongruente. A ratos de oyen voces por la calle, gritos airados y carcajadas. Me abstengo de asomarme no vaya que sea un piquete convencitivo que tenga la feliz idea de sacarme a rastras de mi puesto. Gallina que es uno.
Con el paso de las horas, me doy cuenta de que se apodera de mí la sensación de estar siendo acechado. Cada vez que pasa un coche, o que se oyen voces, me encojo en mi silla, me siento intranquilo y ese sentimiento se va haciendo más y más grande. No asomarme me acaba pareciendo una táctica equivocada: no hace sino alejar se mi la presencia de la amenaza -real o no- y al convertirla en lejana la hace más ominosa y enorme. Decido salir para ver si un café consigue romper el maleficio. El bar de la Sole: cerrado; mi restaurante de de cuando en cuando: cerrado. Sólo me queda acercarme al hotel del polígono. Quizá esté abierto. Lo está y lleno a reventar. Alivio de ver gente y de oír voces. Sin embargo el ambiente no es relajado ni distendido, no hay prensa ni deportiva, y sí un mirar de soslayo generalizado, un comportamiento casi furtivo, caras graves. El café me sabe mal; lo dejo a medias y me vuelvo.
Camino por las calles casi desiertas y en silencio, mirando hacia atrás intranquilo de cuando en cuando, como si no quisiera que nadie me sorprendiera poniéndome la mano en el hombro. Cuando miro hacia adelante, pongo cara de duro dispuesto a vender caro su pellejo. Me acuerdo de Gary Cooper; qué hombre aquel.
De algunas naves, cerradas a cal y canto, salen ruidos de trabajo. La amenaza invisible me vuelve a acogotar. Me estaré volviendo paranoico. Eso debe ser.
Mañana pido la baja...
miércoles, 29 de septiembre de 2010
jueves, 23 de septiembre de 2010
El apilador
Cuando nuestros nuevos vecinos de nave se instalaron, todo fueron sido mieles. Tras mi primer encuentro con el porteño verborréico -Eduardo se llama, jefecillo de su almacén como yo del mío-, me puse a su disposición para facilitarle lo que necesitara mientras se instalaban.
Primero fue la luz: que si me puedo enganchar, que tenemos que hacer agujeros y todavía no nos han dado el alta; luego que si una broca del 8 que nos hemos cargado la nuestra y a esta hora a ver quien encuentra algo abierto; después que si un rollo de precinto. Sin problemas; todo sea por la buena vecindad. Fueron dejando su negocio operativo, montaron cámaras frigoríficas, amueblaron el local, les dieron el alta en el agua y en la luz y ya parecía que iban a empezar a recibir mercancías. Después vino el del aire acondicionado, que era el detallito que faltaba, y para colgar la máquina en la fachada nos pidieron el apilador que usamos para subir y bajar palets de las estanterías. Ningún problema tampoco, aunque empezaba a molestarme el sesgo de excesiva familiaridad que la cosa iba tomando. Finalmente les llegó la licencia de apertura y empezaron a meter mercancía. Charlando un día con el porteño, le pregunté cómo se las iba a apañar para descargar los camiones sin carretilla, torillo, apilador o lo que fuera.
- Está todo pensado, sabés. Los camiones vienen con plataforma abatible.
- Pues vale.
Al día siguiente de aquella conversación tocan a la puerta y con aire amable me pregunta uno de sus acólitos que si le puedo hacer un favor grandísimo prestándoles el apilador un rato. Claro, por supuesto, y cuando termines me lo devuelves. Por supuesto que sí.
La cosa empezó a coger fuelle y nos lo pedían varias veces al día, o sea cada vez que venía un camión sin plataforma, que eran la mayoría... Siempre lo devolvían puntualmente, pero con un punto de fastidio; como si tuvieran un derecho adquirido sobre la máquina, ni que la hubiéramos pagado a escote.
La última ya fue la gota. Vuelven a pedir el apilador, con algo de corte, mucha educación y ceremonia para compensar, en vista de las malas caras que ya no nos cortábamos en mostrar.
- Llévatelo, pero no le descargues la batería que estoy esperando un camión.
Nada, nada, sin problema. Llega mi camión y todavía no lo han devuelto. Algo mosca se acerca mi compañero a pedirlo, y al ver yo que no vuelve y el camión está en nuestra puerta esperando, me acerco a ver qué pasa. Oigo voces. Entro. El apilador está en un lado, y no hay manera de ponerlo en marcha. Mi compañero está intentando todo lo que se le ocurre y pegando voces santamente cabreado, rodeado por cuatro operarios con acusado aspecto de borderline: si no se puede poner en marcha el motor, no hay manera de mover sus cerca de 1000 kilos; y el motor dice que nones.
Y el camión esperando en nuestra puerta. Como no hay manera de tirar del artefacto, decidimos descargar el camión a mano y pedimos a nuestros amables y limitados vecinos una manita por favor, que entre nosotros dos y ellos cuatro lo hacemos en un pis pas. Nos miran con cara de póker primero, para declinar después nuestra amable invitación. Que están muy ocupados, que no pueden entretenerse. Evidentemente Eduardo, el jefe, no está, y no puedo recurrir a presionarle a él, para que imponga su autoridad. Me cabreo y mi compa más. Nos vamos y como dos machotes descargamos el camión bajo la atenta mirada del conductor con prisa por irse.
Fin del episodio.
Pues no.
Quedaba la máquina por recuperar. Me lío a buscar el teléfono del servicio técnico, a informar a mis jefes que el cacharro va a costar una pasta en reparación, y en esas llaman a la puerta. Eduardo el porteño, que viene a devolvernos la máquina, seguido de sus currantes que se parapetan tras él. Sorprendentemente, funciona.
Eduardo empieza a reírse de medio lado y a mostrarnos cómo ha hecho él lo que nosotros no hemos sabido: resetear la máquina.
- Hacés así, bajás el mástil, pulsás esta combinación de teclas y listo.
Y se ríe el muy cabrón, y los acólitos detrás de él más, tan contentos y sonrientes. Quedamos como un par de gilipollas, silenciosos como merluzas y con cara de pocos amigos.
Aprovecho para dejarle caer que nos hemos tenido que descargar un camión entero a mano y que sus colegas han pasado olímpicamente de echarnos un capote. Se zafa como puede y se larga.
- Les va a volver a prestar la máquina su puta madre -dice mi compañero.
- Me parece que ha quedado muy claro.
Y aquí se acaba la cosa.
Pues tampoco.
Dos días después, vuelven a llamar a la puerta. Es Eduardo, con prisas, que viene cargado con dos bolsas. Me dice que su jefe le ha dicho que nos diga que gracias por prestarnos la máquina y que, claro, con estos chicos hay que tener un detalle, y que toma un obsequio para compensaros, unos vinos de nada. Se da la vuelta y se marcha apresurado dejándome con las gracias en la boca y las bolsas en la mano. Me voy para adentro y mi radar detecta una incongruencia: ¿cómo siendo botellas de vino no suena a cristal chocando? Me temo lo peor. Miro el contenido de las bolsas:

Mecagüentó.
Primero fue la luz: que si me puedo enganchar, que tenemos que hacer agujeros y todavía no nos han dado el alta; luego que si una broca del 8 que nos hemos cargado la nuestra y a esta hora a ver quien encuentra algo abierto; después que si un rollo de precinto. Sin problemas; todo sea por la buena vecindad. Fueron dejando su negocio operativo, montaron cámaras frigoríficas, amueblaron el local, les dieron el alta en el agua y en la luz y ya parecía que iban a empezar a recibir mercancías. Después vino el del aire acondicionado, que era el detallito que faltaba, y para colgar la máquina en la fachada nos pidieron el apilador que usamos para subir y bajar palets de las estanterías. Ningún problema tampoco, aunque empezaba a molestarme el sesgo de excesiva familiaridad que la cosa iba tomando. Finalmente les llegó la licencia de apertura y empezaron a meter mercancía. Charlando un día con el porteño, le pregunté cómo se las iba a apañar para descargar los camiones sin carretilla, torillo, apilador o lo que fuera.
- Está todo pensado, sabés. Los camiones vienen con plataforma abatible.
- Pues vale.
Al día siguiente de aquella conversación tocan a la puerta y con aire amable me pregunta uno de sus acólitos que si le puedo hacer un favor grandísimo prestándoles el apilador un rato. Claro, por supuesto, y cuando termines me lo devuelves. Por supuesto que sí.
La cosa empezó a coger fuelle y nos lo pedían varias veces al día, o sea cada vez que venía un camión sin plataforma, que eran la mayoría... Siempre lo devolvían puntualmente, pero con un punto de fastidio; como si tuvieran un derecho adquirido sobre la máquina, ni que la hubiéramos pagado a escote.
La última ya fue la gota. Vuelven a pedir el apilador, con algo de corte, mucha educación y ceremonia para compensar, en vista de las malas caras que ya no nos cortábamos en mostrar.
- Llévatelo, pero no le descargues la batería que estoy esperando un camión.
Nada, nada, sin problema. Llega mi camión y todavía no lo han devuelto. Algo mosca se acerca mi compañero a pedirlo, y al ver yo que no vuelve y el camión está en nuestra puerta esperando, me acerco a ver qué pasa. Oigo voces. Entro. El apilador está en un lado, y no hay manera de ponerlo en marcha. Mi compañero está intentando todo lo que se le ocurre y pegando voces santamente cabreado, rodeado por cuatro operarios con acusado aspecto de borderline: si no se puede poner en marcha el motor, no hay manera de mover sus cerca de 1000 kilos; y el motor dice que nones.
Y el camión esperando en nuestra puerta. Como no hay manera de tirar del artefacto, decidimos descargar el camión a mano y pedimos a nuestros amables y limitados vecinos una manita por favor, que entre nosotros dos y ellos cuatro lo hacemos en un pis pas. Nos miran con cara de póker primero, para declinar después nuestra amable invitación. Que están muy ocupados, que no pueden entretenerse. Evidentemente Eduardo, el jefe, no está, y no puedo recurrir a presionarle a él, para que imponga su autoridad. Me cabreo y mi compa más. Nos vamos y como dos machotes descargamos el camión bajo la atenta mirada del conductor con prisa por irse.
Fin del episodio.
Pues no.
Quedaba la máquina por recuperar. Me lío a buscar el teléfono del servicio técnico, a informar a mis jefes que el cacharro va a costar una pasta en reparación, y en esas llaman a la puerta. Eduardo el porteño, que viene a devolvernos la máquina, seguido de sus currantes que se parapetan tras él. Sorprendentemente, funciona.
Eduardo empieza a reírse de medio lado y a mostrarnos cómo ha hecho él lo que nosotros no hemos sabido: resetear la máquina.
- Hacés así, bajás el mástil, pulsás esta combinación de teclas y listo.
Y se ríe el muy cabrón, y los acólitos detrás de él más, tan contentos y sonrientes. Quedamos como un par de gilipollas, silenciosos como merluzas y con cara de pocos amigos.
Aprovecho para dejarle caer que nos hemos tenido que descargar un camión entero a mano y que sus colegas han pasado olímpicamente de echarnos un capote. Se zafa como puede y se larga.
- Les va a volver a prestar la máquina su puta madre -dice mi compañero.
- Me parece que ha quedado muy claro.
Y aquí se acaba la cosa.
Pues tampoco.
Dos días después, vuelven a llamar a la puerta. Es Eduardo, con prisas, que viene cargado con dos bolsas. Me dice que su jefe le ha dicho que nos diga que gracias por prestarnos la máquina y que, claro, con estos chicos hay que tener un detalle, y que toma un obsequio para compensaros, unos vinos de nada. Se da la vuelta y se marcha apresurado dejándome con las gracias en la boca y las bolsas en la mano. Me voy para adentro y mi radar detecta una incongruencia: ¿cómo siendo botellas de vino no suena a cristal chocando? Me temo lo peor. Miro el contenido de las bolsas:

Mecagüentó.
viernes, 17 de septiembre de 2010
Ars Melancholiae
Cualquier ejemplar de clase media, en este caso yo mismo, tiene derecho a sus días líricos y melancólicos. No es privilegio de los vates, por más que a estos les asistan el decoro lingüístico, la precisión, la exactitud y la capacidad de transmitir emoción en la descripción de su ensoñación, que los dioses han negado, con gran injusticia, al común de los mortales. Claro, si no fuera así, todos seríamos poetas y entonces ¡qué hiperinflación lírica! Aún así, qué gran injusticia. (Y aún así, ¡qué cantidad de poetas!). Así que la gran mayoría tratamos de croar con más o menos afinación nuestras impresiones, dudas y certezas, con la absoluta certidumbre -al menos los que no padecemos del ego, o padecemos, pero no gravemente- de que nadie va a leernos.
Bueno, esto no es exacto. A los más queridos los leerán sus amigos y familiares, y los animarán y adularán y jalearán. Craso error: es el más recto camino a la terrible dolencia del ego. Y atención: no hay Ucis que valgan para semejante patología, ni quimioterapia ni cirugía para semejante bulto. Y como en toda enfermedad devastadora y de largo recorrido se viene a olvidar que los efectos secundarios, que suele padecer el entorno, son casi tan o más destructivos que la propia enfermedad. Así que la bienintencionada y sentimental adulación es en realidad una trampa de la que aconsejo a todos esos familiares bienintencionados, desde la sapiencia y luces que me brindan mi atalaya y gran experiencia, abstenerse o hacer uso discretísimo, por el bien de sus allegados (y por el suyo propio, claro).
Tras esta asombrosa cura en salud, vamos al lío, campeón, como dice el camarero del restaurante en el que de vez en cuando me quedo a comer.
Hoy siento que no debería de estar aquí, en este cochambroso polígono, viendo desde mi ventana tristes naves con gentes que se afanan para alimentarse y alimentar la rueda que no ha de cesar de girar, perros cabizbajos que deambulan con el abandono asomándoles por los ojos, sucias aceras y calles rotas, grises farolas que sólo a la noche reviven impregnándolo todo de más tristeza con su charcos naranjas; enormes camiones maniobrando como si en ello les fuera la vida; gente desaliñada, panzuda y fea que en nada se parece a la que habita al otro lado del televisor.
No; hoy no debería de estar aquí.
Hoy debería de estar desnudo al final del malecón, bajo el sol de septiembre, viendo el interminable vaivén del agua, mientras el aire me baila y me arropa, y los grandes barcos lejanos se alejan ávidos y ciegos en su determinación, hacia la promesa de otros puertos.
Hoy debería de estar vivo.
Ustedes ya me entienden.
Bueno, esto no es exacto. A los más queridos los leerán sus amigos y familiares, y los animarán y adularán y jalearán. Craso error: es el más recto camino a la terrible dolencia del ego. Y atención: no hay Ucis que valgan para semejante patología, ni quimioterapia ni cirugía para semejante bulto. Y como en toda enfermedad devastadora y de largo recorrido se viene a olvidar que los efectos secundarios, que suele padecer el entorno, son casi tan o más destructivos que la propia enfermedad. Así que la bienintencionada y sentimental adulación es en realidad una trampa de la que aconsejo a todos esos familiares bienintencionados, desde la sapiencia y luces que me brindan mi atalaya y gran experiencia, abstenerse o hacer uso discretísimo, por el bien de sus allegados (y por el suyo propio, claro).
Tras esta asombrosa cura en salud, vamos al lío, campeón, como dice el camarero del restaurante en el que de vez en cuando me quedo a comer.
Hoy siento que no debería de estar aquí, en este cochambroso polígono, viendo desde mi ventana tristes naves con gentes que se afanan para alimentarse y alimentar la rueda que no ha de cesar de girar, perros cabizbajos que deambulan con el abandono asomándoles por los ojos, sucias aceras y calles rotas, grises farolas que sólo a la noche reviven impregnándolo todo de más tristeza con su charcos naranjas; enormes camiones maniobrando como si en ello les fuera la vida; gente desaliñada, panzuda y fea que en nada se parece a la que habita al otro lado del televisor.
No; hoy no debería de estar aquí.
Hoy debería de estar desnudo al final del malecón, bajo el sol de septiembre, viendo el interminable vaivén del agua, mientras el aire me baila y me arropa, y los grandes barcos lejanos se alejan ávidos y ciegos en su determinación, hacia la promesa de otros puertos.
Hoy debería de estar vivo.
Ustedes ya me entienden.
Etiquetas:
ajenamiento,
egotismo,
suciedad,
tristeza
jueves, 9 de septiembre de 2010
Balance de situación
Me lo temía.
Lo de la Sole no son las tácticas empresariales.
Estos últimos días se la nota medio cabreada, molesta y más seria de lo habitual. No sé por qué, la verdad, todo parece ir más o menos igual de regular: los mismos clientes de siempre, el mismo ajetreo discreto, con sus picos. Ah, pero es verdad que hay una diferencia: la gente pregunta mucho por la niña. Demasiado. Con un punto de cachondeíto que a la Sole no le gusta ni mijilla, con rintintín vaya. Imagino que no le hará ni puñetera gracia que muchos de los clientes, a los que trata con cariño maternal, se le hayan convertido en buitres, más pendientes de las carnes de la niña, porque no creo que se interesen por sus meninges, algo vacías la verdad, que de hacer algo más de gasto como sería de desear.
Hoy voy tarde al café. Me he liado con unas cosas y entre pitos y flautas y hasta que el estómago no ha empezado a rugir, no me he acordado. Bueno, mejor; a esta hora no habrá nadie y le podré echar un vistazo tranquilo al periódico. Nada más entrar: chunda chunda chunda chunda. ¡Joooder, qué susto! Miro y remiro por si me he equivocado. No, es aquí. Suena el chundachunda a toda pastilla, la barra, petada de canis, la mayoría pelopiña o cenicero, pendientes, tatuajes, pantalones cagaos unos, pitillos otros, camisetas de tirantes ellas y ellos, luciendo carne morena, y algún que otro despistado con mono de trabajo. El mayor no tendrá ni veinte añitos.
Trato de acercarme a la barra y al ver que no lo consigo me doy la vuelta para irme. Justo en ese momento la voz de pito de la niña Sole me pregunta, a gritos y por encima de la música y el ruido de las conversaciones, que qué quiero. Le pido, trinco mi café y me retiro a una mesa vacía. Todos en la barra, cascando, riéndose a carcajadas y compartiendo refrescos. En estas asoma la Sole con cara de cabreo y empieza a meterle a la niña una bulla de aúpa: que si baja la música que me estás volviendo loca perdía, que los vasos están sin fregar, que la cafetera está sucia, que qué es eso de estar ahí de palique con la de trabajo que hay... Asisto desde mi rincón a la bronca. Los chavales ni inmutarse. Suelta una voz anónima que sale de alguna parte de aquel rebaño:
- ¡Copón como hon las máes! ¡Hiempre 'ando por culo! En cuantico que'ta uno a gustico, ¡zas!, a dar por culo. Que paé que no haben hacé otra coha.
- Di que hi colega, que estamos de máes hasta la papaya - apostilla otra voz, femenina ésta.
Grandes cabezazos de aprobación entre la concurrencia. Y entonces sucede. La Sole (madre), quita la música, sale de detrás de la barra, se planta en jarras en mitad del bar y empieza a chillarles a los "clientes" totalmente fuera de sí. Les dice de todo menos bonicos, les mienta a la madre, al padre, a la abuela y a la leche que les dieron. Ellos, como quien oye llover y la Sole desmelenada como una hidra. ¡Oh estampa mitológica! Se hace el silencio; yo con la cucharilla en alto, espero.
- Ámonos colegas, que azín no se pué viví.
Van saliendo los chavales del bar. Y a la niña lo único que se le ocurre decir con voz de fastidio es:
- Jo, mamá, acabas de perder un montón de clientes.
Ambas se meten en la cocina. Me he quedado solo de repente en el bar. Suena un cachete seguido de un grito. Apuro mi café, dejo el dinero en la barra y me voy raudo. Por si acaso sigue el reparto.
Etiquetas:
café,
canis,
La Sole,
madre e hija
jueves, 19 de agosto de 2010
Volver
Volver, no con la frente marchita sino del verano, es una experiencia que vengo repitiendo desde que tengo el mal hábito de trabajar y que, año tras año, misteriosa y milagrosamente, me produce las mismas sensaciones. Pero sobre todas, una: la fascinación, la incomprensión al encontrar las cosas tal y como las dejé antes de marchar. El tiempo se ha congelado aquí, se ha plegado, no ha transcurrido, todo está limpio e igual de desordenado. Busco con afán cualquier signo de su paso: una acumulación de polvo, cristales sucios, trabajos completados, insectos muertos al pie de la ventana, telas de araña en alguna esquina, algo cambiado al fin. Nada de nada.
Claro: esto ha sido obra de la señora de la limpieza; luego recuerdo que se despidió de mi unos días antes de irme yo y que me dijo que volvería después. Me hubiera ordenado la mesa para que luego no encontrase ni un papel. Así que no ha sido ella.
Trabajar solo no es incorporarse a una maquina en marcha, sino ponerla uno mismo en marcha cada día, activar el tiempo, me digo. Pero siempre acabo llegando a la misma conclusión: durante unas semanas mi despacho se ha convertido en una cápsula del tiempo desafiando cualquier ley de la física que yo haya podido aprender en el colegio.
Rebusco precedentes: abrir la puerta de casa tras el mes de vacaciones infantiles, y la incredulidad que se va acentuando en los primeros paseos por los pasillos y las habitaciones, cubiertos los muebles con sábanas, atento a cualquier rastro que el tiempo hubiera podido dejar a su paso y la posterior perplejidad al no encontrarlos. Volver al aula de la escuela, levantar las persianas, y ver que todo está como estaba, los lápices y los cuadernos en sus pupitres, la pizarra sin borrar desde el último día, que el lapso de dos meses no ha sido tal, que no ha existido.
La impresión, ya digo, es grande y la incomprensión aún mayor al aceptar mi propia conclusión. Porque el sueldo me ha seguido llegando y eso quiere decir que quien me paga ignora que aquí dentro no hay tiempo. Imagino entonces qué pasaría si me quedara de vacaciones dentro del despacho; ¿el tiempo tampoco transcurriría para mi, o sólo se suspende el tiempo en ausencia de testigos?¿Y si me decido un año y lo hago y no llega el sueldo a casa? Y ¿cómo iba a explicar yo esto en casa sin que pensaran que tengo una pedrada?
- Que me voy de vacaciones al despacho...
Mi afán exploratorio no llega hasta el extremo de intentar hacer la prueba, y además ya he gastado todas las vacaciones que tenía. Lo pospongo para el año próximo. Así que después de quedarme parado delante de la ventana, rumiando estos y otros pensamientos de sesgo melancólico, decido irme a tomar café, más que por el café, por informarme de lo que ha transcurrido durante estas semanas fuera de estas cuatro paredes.
Claro: esto ha sido obra de la señora de la limpieza; luego recuerdo que se despidió de mi unos días antes de irme yo y que me dijo que volvería después. Me hubiera ordenado la mesa para que luego no encontrase ni un papel. Así que no ha sido ella.
Trabajar solo no es incorporarse a una maquina en marcha, sino ponerla uno mismo en marcha cada día, activar el tiempo, me digo. Pero siempre acabo llegando a la misma conclusión: durante unas semanas mi despacho se ha convertido en una cápsula del tiempo desafiando cualquier ley de la física que yo haya podido aprender en el colegio.
Rebusco precedentes: abrir la puerta de casa tras el mes de vacaciones infantiles, y la incredulidad que se va acentuando en los primeros paseos por los pasillos y las habitaciones, cubiertos los muebles con sábanas, atento a cualquier rastro que el tiempo hubiera podido dejar a su paso y la posterior perplejidad al no encontrarlos. Volver al aula de la escuela, levantar las persianas, y ver que todo está como estaba, los lápices y los cuadernos en sus pupitres, la pizarra sin borrar desde el último día, que el lapso de dos meses no ha sido tal, que no ha existido.
La impresión, ya digo, es grande y la incomprensión aún mayor al aceptar mi propia conclusión. Porque el sueldo me ha seguido llegando y eso quiere decir que quien me paga ignora que aquí dentro no hay tiempo. Imagino entonces qué pasaría si me quedara de vacaciones dentro del despacho; ¿el tiempo tampoco transcurriría para mi, o sólo se suspende el tiempo en ausencia de testigos?¿Y si me decido un año y lo hago y no llega el sueldo a casa? Y ¿cómo iba a explicar yo esto en casa sin que pensaran que tengo una pedrada?
- Que me voy de vacaciones al despacho...
Mi afán exploratorio no llega hasta el extremo de intentar hacer la prueba, y además ya he gastado todas las vacaciones que tenía. Lo pospongo para el año próximo. Así que después de quedarme parado delante de la ventana, rumiando estos y otros pensamientos de sesgo melancólico, decido irme a tomar café, más que por el café, por informarme de lo que ha transcurrido durante estas semanas fuera de estas cuatro paredes.
Etiquetas:
tiempo,
Vacaciones,
volver,
vuelta al trabajo
domingo, 8 de agosto de 2010
Rosas en el mar
Hace unos días que falto del curro. Cosas de la edad, digo cuando me preguntan, para esquivar el tema, y me limito a seguir sufriendo en silencio. Que piensen que estoy deprimido. Eso siempre da un punto interesante: la gente te imagina toda clase de sufrimientos y torturas del alma, así, en plan romántico, y lo asocian con tener una vida rica e interesante. Pena, penita, pena. Sí, ya, pena; lo que pasa es que no tienen ni puñetera gracia los picores en salva sea la parte.
La sola idea de verme sentado en mi sillón de oficina, tan confortable él, me da escalofríos. Y luego todo el trabajo de tratar de disimular el picor ‒-cuando no dolor‒ vergonzante. Y digo yo que no sé por qué ha de ser vergonzante, si el culo es igual para todos. Imagino que tendrá que ver con las asociaciones de ideas que impulsa; o con el reflejo de solidaridad en el dolor, como cuando a un jugador de fútbol le dan un balonazo en sus partes y automáticamente los hombres presentes se encogen participando de manera involuntaria en aquel dolor. ¡Hermoso ejemplo de fraternidad humana! Masculina más bien, porque las mujeres de esto no hablan y yo estoy convencido de que la fórmula “sufrir en silencio” es de autoría femenina. Así que, ¿cómo voy a aparecer por el trabajo si no voy a poder sentarme en toda la mañana? No digamos ya en el bar de la Sole, yo, que soy el tonto de los taburetes, hasta para tomarme un café rápido.
Ay, qué situación; tener que dar explicaciones en voz alta para toda la parroquia, que si las das en voz baja y tratando de disimular, va la Sole con toda su buena voluntad y generosidad, y lo radia para toda la concurrencia con ese vozarrón tan femenino que gasta, y no por cotillear que quede claro, sino para que todos se solidaricen con uno en su aflicción. Así de grande tiene el corazón la Sole.
O que me pregunte mi compa que por qué ando todo el día de un lado para otro, como un alma en pena a ratos, y a ratos como si me acabara de bajar del caballo, y no me siento en mi puesto. De ninguna manera me parece tolerable la humillación de tener que dar razones, ni siquiera en potencia. Así que, contra mi voluntad ‒y es que en casa me aburro un taco, yo que no soy lector; y los programas que ponen de mañana en la tele no molan, ni soy lo suficientemente rico para pagarme un plus‒, me quedo en casa, tumbado en la cama y procurando moverme lo menos posible. Y rogando para que bajen un poquito las temperaturas y por fin consiga dejar de retorcerme encima de la cama como un gusano con almorranas.
Etiquetas:
almorranas,
casa,
sufrir,
Trabajo
martes, 20 de julio de 2010
Cave Canem
Esta mañana voy de buen humor, casi contento, y a buen paso, entro gallardo en la nave. Me sorprende la ausencia de ruido: no se oye la radio a toda pastilla, ni a mi compañero silbando o cantando a voz en cuello cualquier copla o flamenquería de esas que tanto le gustan, mientras rebusca entre los palets o carga y descarga la fragoneta. Es extraño este silencio y deduzco que no ha llegado. La furgoneta sin embargo sí está. Ando hacia el fondo de la nave y lo llamo. Me contesta. Sí está, medio oculto entre unas cajas. Me acerco, y siguiendo el ritual de todas las mañanas nos saludamos y vemos el trabajo del día. Hay algo cambiado en él y lo lleva escrito en el rostro. Está serio, tiene los ojos enrojecidos y bolsas, está extrañamente seco. Le pregunto si va todo bien y responde afirmativamente. Deduzco que está disimulando y que no me quiere contar que ayer estuvo de fiesta hasta las tantas y que la cosa debió de acabar mal. No insisto y me voy a mi despacho.
Transcurridas las primeras horas de la mañana, salimos a tomar café. Camino de Chez Sole, apenas hablamos, ni siquiera para comentar el partido de fútbol de ayer. Su seriedad y silencio me contagian, y dejo de hablar yo también. Es inútil cualquier esfuerzo por levantar el ambiente.
Acodados a la barra, sigue el silencio, espeso. Me entretengo en darle vueltas al café mirando fijamente la taza.
Sole le interpela:
- Mu callao estás tú hoy.
Su contestación es un lacónico sí, sin la franca sonrisa habitual, sin mirar a los ojos. Sole me mira y me hace un gesto de extrañeza. Alzo los hombros sin saber muy bien qué decir. Y yo sigo dando vueltas a mi café, más despacio, exasperantemente despacio, como si fuera nitroglicerina y cualquier movimiento brusco pudiera hacerlo explotar. La cosa se prolonga unos minutos hasta que vuelvo la cara hacia él y, asombrado, veo un lagrimón rodar por su mejilla. Suelto el café y con toda la dulzura que puedo le pregunto qué le pasa.
- Mi perrillo...ayer...al salir del garage marcha atrás...es..era tan chico que no lo vi...mi perrillo. ¡Con lo que yo lo quería! ¡Con lo alegre y salao que era!
Y lo dice fijando la mirada en un punto de la pared del que cuelga el resultado de la porra de la peña de fútbol. Un tiarrón como él tratando de no venirse abajo como una lechuga pansía.
Yo asiento y sigo dándole vueltas a mi café, con un nudo en la garganta, sin ensayar siquiera un leve gesto de cariño que sé inútil.
Transcurridas las primeras horas de la mañana, salimos a tomar café. Camino de Chez Sole, apenas hablamos, ni siquiera para comentar el partido de fútbol de ayer. Su seriedad y silencio me contagian, y dejo de hablar yo también. Es inútil cualquier esfuerzo por levantar el ambiente.
Acodados a la barra, sigue el silencio, espeso. Me entretengo en darle vueltas al café mirando fijamente la taza.
Sole le interpela:
- Mu callao estás tú hoy.
Su contestación es un lacónico sí, sin la franca sonrisa habitual, sin mirar a los ojos. Sole me mira y me hace un gesto de extrañeza. Alzo los hombros sin saber muy bien qué decir. Y yo sigo dando vueltas a mi café, más despacio, exasperantemente despacio, como si fuera nitroglicerina y cualquier movimiento brusco pudiera hacerlo explotar. La cosa se prolonga unos minutos hasta que vuelvo la cara hacia él y, asombrado, veo un lagrimón rodar por su mejilla. Suelto el café y con toda la dulzura que puedo le pregunto qué le pasa.
- Mi perrillo...ayer...al salir del garage marcha atrás...es..era tan chico que no lo vi...mi perrillo. ¡Con lo que yo lo quería! ¡Con lo alegre y salao que era!
Y lo dice fijando la mirada en un punto de la pared del que cuelga el resultado de la porra de la peña de fútbol. Un tiarrón como él tratando de no venirse abajo como una lechuga pansía.
Yo asiento y sigo dándole vueltas a mi café, con un nudo en la garganta, sin ensayar siquiera un leve gesto de cariño que sé inútil.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)