jueves, 22 de octubre de 2009

Llueve

Es de día porque lo dice el reloj. Apenas hay ruido en la calle, un siseo ocasional al lento paso de los coches. Los perros andan hoy cabizbajos como si hubieran perdido a sus amos. Mi vecino Juan asoma de vez en cuando por el portón abierto y mira gravemente al cielo. Se da la vuelta lentamente y vuelve dentro a seguir con sus cocinas. Hay pesadumbre en su andar.
Los martillazos lejanos suenan con la cadencia cansina y opaca de la obligación. No se oyen las voces alegres, ni los gritos habituales que pautan la vida del polígono.
Sole no habla, sólo asiente y se mueve pesadamente tras su barra. La gente que lo hace parece estar contándose secretos. El papel de los periódicos cruje estruendosamente cuando los parroquianos pasan las páginas. Los párpados pesan y hay espesura en las mientes. Bostezos.
La pequeña satisfacción de estar dentro, al abrigo, se convierte en el centro de la existencia.
¿Por qué vivimos con esa desgana, con esa pesadumbre, esta bendición primera del cielo?
Solamente llueve.

miércoles, 14 de octubre de 2009

La vida huele



Estar o casi vivir en un polígono tiene sus cosas, sus molestias: ruidos, colapsos de tráfico cuando hay demasiados camiones descargando, limpieza a menudo deficiente...
Pero de todos los inconvenientes hay uno que se lleva la palma.
Imaginen.
Hace un día precioso y soleado, se oyen los ruidos de la vida desde la oficina: golpes metálicos, camiones, gritos, algún insulto, unos pocos ladridos lejanos. Y de repente todo se oscurece. La luz del sol palidece, primero tímidamente, después ya francamente. ¿Ha cambiado el tiempo? Se ha metido una niebla de color ocre de golpe. Inevitablemente todos los que trabajamos de puertas adentro asomamos la nariz y medio cuerpo como gallitos de pelea. Y entonces nos golpea ese olor nauseabundo. ¡Dios! Nadie, ni siquiera los más encallecidos currinches son capaces de aguantarlo sin torcer el gesto. El que puede se mete dentro, ya gallo desplumado, y se atrinchera cerrando puertas y ventanas; el que no tiene un adentro al que ir maldice en voz alta. 
                                                                                                        














Otra vez están tostando café.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Chuchos poliganeros y 2

Y sí, dan lástima. Algunas mañanas he llegado tan pronto al trabajo que era aún noche cerrada y la única vida que había en las calles eran estos perros aparentemente dejados de todo. Corren locos, saltan, cruzan las calles sin ton ni son, se amenazan enseñándose los colmillos y no cesan en ningún momento de mover el rabo con fuerza y decisión. No es un meneo displicente; es enérgico, decidido, afirmativo: aquí estoy yo y ahora soy el amo, parecen decir.
Me siento intruso al aparecer en mitad de la calle, intruso en esa celebración del abandono. Por un momento me convierto en un objeto de interés y todos se abalanzan hacia mí. Se acercan rápidos, casi agresivos, se paran a un metro, olfatean y piensan, seguramente, que este hombre solo y vacilante no tiene nada que ofrecer, absolutamente nada. Me lanzan entonces una mirada cargada de significado, que no sé cual será  pero seguro que lo tiene, no puede ser de otra manera. Se dan la vuelta y se alejan de nuevo saltando y cruzándose en una coreografía tan perfectamente desordenada. Y uno de ellos, el más feo, sin dejar de trotar se gira y me mira; al principio para asegurarse que sigo donde estaba. Después se para y me mira abiertamente, con franqueza. No mueve el rabo, sólo espera alguna oferta o gesto de mi parte que no llega. Sospecho que más que oferta espera una confirmación. Y la obtiene.
No tengo nada que ofrecer.
Estoy solo, les doy lástima.

Empieza a clarear.

lunes, 5 de octubre de 2009

Chuchos poliganeros 1


Dentro de la procelosa variedad canina que existe en este mundo, hay -¡ay!- una raza absolutamente aparte.
Aparte, porque viven aparte del mundo o en un mundo propio limitado al perímetro de su polígono, del que no salen jamás. Eso es sentido de la territorialidad y lo demás tonterías. A ver quien es el guapo que aguanta toda su vida sin salir de su barrio.
Suelen ir sucios, ser malencarados, tuertos o cojos, y feos, los más feos que Dios ha puesto en este mundo y tener bastante malas pulgas.
Esto hay que matizarlo. Cójase un compás enorme y trázese un semicírculo teniendo como eje el centro del portón de la nave en la que habitan: ese semicírculo es terreno exclusivo. Ni se te vaya a ocurrir poner un pie dentro pues es más que seguro que te quedes sin él. Da igual que el perro sea grande o pequeño: si metes el pie ahí sin autorización del dueño -y del perro, porque hay una extraña simbiosis entre ambos- lo pierdes. Y claro, es difícil no meterlo ya que dicha figura geométrica simple es totalmente invisible. Sólo la ven ellos, si serán jodíos. Aquí, más de uno se ha llevado un buen susto. Desde mi ventana he visto a algún cartero -¡qué clásico!- que sin arrimarse a la nave ni casi parar la moto, ha tirado el correo hacia el interior de la nave y ha salido zumbando en cuanto el can asoma las orejillas. Y eso que a veces el cerbero no levanta ni una pulgada del suelo aunque la mala leche la gasten en millas.
Pero por las mañanas, cuando vuelve la actividad y se levantan las persianas y sus dueños los sueltan para que correteen y desfogen y hagan sus cosillas, entonces, ya fuera de su perímetro reservado resulta que no son tan fieros y hasta dan un poco de pena.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

La familia Monster

Desde hace ya mucho tiempo los veo casi a diario. A la hora del desayuno, en el bareto de la Sole, siempre puntuales. Son cinco y van siempre en grupo; cuatro hombres y una mujer. De los cuatro hombres, el mayor debe de ser el padre: alto, corpulento, ancho y recio, con cara de pocos amigos y el pelo ya blanco. Los otros tres, atendiendo al parecido, tienen que ser forzosamente los hijos: altos, corpulentos y recios, con cara de escasos amigos y sin pelo. En la cuarentena, barba rala sal y pimienta. La mujer , con su moño en lo alto, chaparrita y gruesa, con sus gafas de culo de botella tiene que ser la madre y esposa.
Entran en silencio, en fila india, y uno de ellos, el mismo siempre, se acerca la barra y pasa el pedido en voz baja; mientras, los demás han ido a ocupar una mesa, la misma siempre, sin hablar. Lo llamativo es el silencio y la lentitud de movimientos que afectan, increíble en un lugar tan ruidoso a la hora del desayuno. Y sus ropas: vienen vestidos de calle, limpios, sin grasa en las manos ni manchas en la ropa, y ella siempre con mandil como si acabara de salir de la cocina, y sin embargo desprenden un aroma inconfundible a currante.
Hay algo discordante en el espectáculo de esta familia en este bar, como unos zapatos que no pegan con un vestido.
Se toman sus cafés y sus bocadillos, la mirada baja, cruzándose de vez en cuando algún comentario inaudible para la concurrencia. Resulta conmovedor ver como atienden los hijos a la madre: el cariño en el gesto de alcanzarle las servilletas, o el amor que alguno pone al pedir para ella otro azucarillo, o una cucharilla más limpia, la ternura con que se dirigen a ella sin perder nunca la seriedad en el gesto...
El padre no abre la boca. Jamás. Es el único que no mira abajo sino que pierde la mirada al frente y se le pinta entonces una cierta melancolía.
Desprenden un aura un tanto siniestra y resulta difícil imaginar cual será el negocio que les hace a venir aquí a desayunar, todos los días sin faltar uno. Quizá se sienten a gusto aquí. A veces he intentado jugar con mi compañero a imaginarlos fuera de aquí, a inventarles una vida, pero mi compa no tiene interés en estos jueguecitos.
¿Serán comerciantes al por mayor de hilaturas y viven en la planta alta de la nave que ocupan? ¿Dueños de un negocio de chatarra que no invitan a sus currantes a desayunar? ¿O simplemente vecinos de las casas del pueblo que pegan con el polígono que vienen  porque las tostadas son más grandes? Pero, ¿y el delantal de la madre? ¿Cómo explicarlo?
Tengo que reconocer que me intrigan. A ver si me acuerdo de preguntarle a Sole por ellos que seguro que ella algo sabe.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Chez la Sole


Al bareto de la Sole se entra de buen humor. Si no la Sole te larga a la calle a la voz de : "¡Cuando se te pase la malafollá, vuelves!". Y da susto cuando la Sole saca su vozarrón, que lo suele tener bien guardado. Normalmente cuando pasa una de estas, por las mañanas a la hora del café, se hace un silencio de cojones hasta que el interfecto abandone y se largue. Y digo interfecto porque interfectas no suele haber; ya se sabe: es cosa de hombres.
Alguno, la primera vez no se lo creía, y lo echaba a broma, incluso el osado llegó a reivindicar su derecho a estar de malas pulgas o a ser así (o "asín" como se dice por aquí). Error casi fatal. Dos bocinazos de la Sole, una mirada terrorífica, un silencio sepulcral y espeso cual natillas, miraditas fugaces o sonrisitas a la barra, e indefectiblemente el interfecto tira el Marca y el importe del café encima de la barra, de mala manera, y se larga rezongando.
En cuanto ha salido por esa puerta, vuelven las conversaciones, las interpelaciones de la Sole con su voz más cariñosa y zalamera, los ruidos de platillos y cucharillas, y se respira mejor.
Y es que la Sole es una madre; una madre con un montón de clientes.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Hoy papeo aquí

Como tengo un horario de suertudo, voy a comer a casa todos los días. Aprovecho y de camino recogo a los chavales a su salida del instituto. Pero hoy me quedo a comer, que toca sesión doble.
En este polígono, o pologonillo visto el tamaño de algunos que he visitado, no hay demasiado tráfico de camiones. En su mayoría son talleres, pequeñas industrias, alguna tienda de mayorista tipo ferreterías y eléctricas y algún que otro almacén. Así que casi todos tienen horario de comercio, o sea cierran a la una y media y vuelven a abrir a las cuatro. Para esa hora, las cuatro, yo no suelo estar por aquí, que ya me he largado con viento fresco.
Ergo a las tres cierro la puerta y me encamino al comedero que está un par de calles más abajo. No es exactamente un comedero, que los de la cocina tratan de cuidar la calidad y además lo consiguen: por 8,50 leurillos te atizas un primero, un segundo y postre, más agua o vino o cerveza. Abundante y bien despachao. Caféses aparte.
Para mi chungo, que con mi curro de sentadillo, si me paso, luego lorzas a gogó.
El caso es que el trayecto de mi nave al comedero, de unos diez minutos a patilla, se me hace sumamente extraño. No hay nadie por la calle, no pasan coches ni camiones, apenas se oye ruido, los perros sin collar campan a sus anchas. Un gato se arriesga a cruzar delante de mi.
Camino por la acera, solo, al sol, viendo los portones cerrados, los coches aparcados ante la puerta, y no me cruzo con nadie.
La impresión es un poco marciana la verdad. Hay vida porque hay cables y luces que alguien ha olvidado apagar y se oyen alarmas a lo lejos y algún bocinazo. Pero si no lo supiera, diría que todo el mundo acaba de salir de estampida dejando lo que estaban haciendo. Eso sí, teniendo cuidadín de cerrar las puertas antes de salir.
Inevitablemente, el paseo me pone melancólico y metafísico y me hago preguntas: ¿esta es mi vida? ¿Aquí curro/vivo yo? ¿Tanto estudiar para esto?
Abrir la puerta del comedero y escuchar la algarabía de las voces, los cubiertos, los gritos de los camareros, la tele a toda pastilla, la máquina tragaperras, su tabaco gracias, las risotadas de los que están en la barra con los cafeses, me saca de mi estupefacción.
Vuelta a la vida.
A la de 8,50€.